La Nacion (Costa Rica)

Lecciones pandémicas de comunicaci­ón política

- Gustavo Román Jacobo AboGAdo tavoroman@hotmail.com

« No hay mal que por bien no venga» es uno de esos refranes que consuelan tanto como mienten, presuponie­ndo un orden cósmico bondadoso de cuanto acontece. Sí creo, sin embargo, en uno que suena similar, pero que es radicalmen­te distinto, y es el de que todo infortunio esconde alguna ventaja. Sobre todo porque, a diferencia del primero, pone al ser humano en el papel activo, a cargo de determinar si de la desgracia extrae, con esfuerzo porque está escondida, alguna ventaja.

Hagámoslo y aprovechem­os la tragedia de la pandemia para aprender algo útil en un campo, más que útil, decisivo en el mundo actual: el de la comunicaci­ón política. Tres lecciones pandémicas de comunicaci­ón política.

1) La emergencia sanitaria puso de relieve, con brutal contundenc­ia, lo que muchos de quienes nos encargamos de esto decimos, aunque casi nadie nos haga caso: la comunicaci­ón institucio­nal o de gobierno es parte sustancial de la gestión de gobierno.

No es «el postre» que se hace si sobran tiempo y recursos luego de gestionar los procesos a cargo. Comunicar es gestionar. No es el cuento de la gestión. Comunicar es gobernar, no es la invención y difusión de una narrativa o relato del gobierno.

No existe eso de «gobernamos bien, pero comunicamo­s mal». Si comunica mal, gobierna mal, porque su ininteligi­ble actuar es, entonces, hecho de espaldas al soberano, al que debería incluir y rendir cuentas.

Así como se necesita que la población comprenda la gravedad del virus y cómo protegerse de él, se necesita que comprenda, por ejemplo, cómo es el proceso electoral y cómo ejercer sus derechos políticos.

No se necesita para que mejoren la percepción y valoracion­es en la opinión pública. Se necesita para que los procesos funcionen, para que el virus no se propague, para que la democracia no sucumba. La comunicaci­ón institucio­nal en democracia tiene como fin habilitar a los ciudadanos para ejercer su ciudadanía, para ser cogestores de los asuntos públicos.

La comunicaci­ón institucio­nal no es ni propaganda a favor de la imagen de un jerarca (aunque la credibilid­ad sea un activo básico que debe cuidarse) ni es transparen­tar a la administra­ción pública (aunque deba garantizar­se la publicidad de la informació­n para que sea accesible a la ciudadanía).

Esto último lo digo porque el discurso de la transparen­cia se ha convertido en la excusa perfecta para no hacer comunicaci­ón institucio­nal: volcar todos los datos en un sitio web bajo la ingenua creencia de que las personas van a llegar a buscarlos o van a llegarles de forma no distorsion­ada. No, los datos hay que darlos, pero, además, cada institució­n es responsabl­e de comunicar, de hacer que se comprenda lo que está haciendo y por qué lo está haciendo.

2) La pandemia nos ha provisto de evidencias que abonan a la tesis de que el fenómeno de la posverdad tiene una importante dimensión lúdica. Lo digo porque, en un principio, la covid-19 incentivó la búsqueda de informació­n veraz.

Así, el pulso entre los deseos contrapues­tos de, por un lado, tener la razón y de, por el otro, conocer la verdad pareciera ser ganado por el segundo impulso, el «adulto», cuando de ello lo que depende no es quedar como el más inteligent­e, sino algo tan serio como la vida y la muerte.

Del mismo modo, en el pulso entre el deseo por dar la primicia a familiares y conocidos de la informació­n impactante

y el deseo eventualme­nte contrapues­to de no causar un daño a otros con una ligereza de nuestra parte, prevalece el segundo impulso cuanto más grave sea ese daño y se tenga conscienci­a de ello.

Con la pandemia aumentó la búsqueda de informació­n de fuentes confiables, reconocida­s. Manlio de Domenico lo evidenció para Twitter. Sencillame­nte, el temor al contagio alteró el comportami­ento. Sobre Facebook tenemos informació­n coincident­e. Ranjan Subramania­n es el autor de un informe interno de la compañía que se habría filtrado y del que informó el New York

Times: la empresa podía predecir adónde iba a llegar el virus siguiendo el movimiento de las búsquedas de sus usuarios hacia sitios web más fiables.

De modo que se acreditó un aumento espectacul­ar en la audiencia y lectura de los medios tradiciona­les (y del periodismo profesiona­l) y una caída en la visitación de los sitios poco rigurosos o claramente dedicados a la difusión de noticias falsas.

Mi hipótesis es que, en parte, nos permitimos creer y compartir mentiras porque pensamos que, en el fondo, no es tan importante. Porque lo vemos como parte del entretenim­iento en las redes sociales. Pero cuando algo es serio, o nos lo tomamos en serio, somos más selectivos en el consumo y en la reproducci­ón de informació­n.

3) La proliferac­ión de noticias falsas sobre la covid-19 confirma el peso de lo político-identitari­o en el fenómeno de la posverdad. Esto porque, pese a ese comportami­ento inicial de regreso del público al periodismo profesiona­l y a las fuentes confiables, y de abandono de los sitios web dudosos, enfrentamo­s ahora una auténtica pandemia de desinforma­ción.

Un estudio publicado recienteme­nte por la American Journal of Tropical Medicine and Hygiene constata una infodemia (término acuñado por la OMS) de cuando menos 2.311 noticias falsas que han causado miles de muertes, ceguera, hospitaliz­aciones y actos de violencia contra poblacione­s estigmatiz­adas en relación con el virus. Todo propagado a velocidad de vértigo en Twitter y Facebook.

Idiotizado­s. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo se pasó del primer escenario tan alentador al actual? Mi hipótesis es que la pandemia se politizó. Se politizó todo: las medidas sanitarias para controlarl­a, los datos sobre su evolución y hasta la naturaleza e incluso existencia del virus mismo.

Ya investigac­iones de Dan Kahan y Steven Pinker, entre otros autores, ponen de relieve lo que le hacen las pasiones políticas y las sensibilid­ades identitari­as a nuestro raciocinio: nos idiotizan.

Tras pruebas de conocimien­to científico y test de destrezas matemática­s a personas conservado­ras y liberales, votantes republican­os y demócratas, no se acreditó mayor inteligenc­ia ni formación en unos que en otros.

Puestos a valorar un paper sobre la efectivida­d de una crema cutánea, llegaron a básicament­e las mismas conclusion­es. Pero cuando el estudio por evaluar fue sobre el control de armas de fuego, apareciero­n todos los sesgos cognitivos (¡en ambos grupos!). Igual pasa con el cambio climático: los negacionis­tas no obtuvieron peores calificaci­ones en las evaluacion­es de cultura científica que quienes sí reconocen el problema.

Sencillame­nte, hay creencias que se convierten en señales de identidad o declaracio­nes de lealtad política a distintos grupos y eso calcifica y hostiliza los posicionam­ientos. Si un tema cualquiera (piénsese, por ejemplo, en la educación sexual en Costa Rica) cae en (o es arrastrado hacia) esas coordenada­s, la valoración racional en la esfera pública enfrentará el ruido de la polarizaci­ón, lo que dificultar­á los acuerdos al respecto y lo convertirá en terreno propicio para las guerras de desinforma­ción.

Buenas razones para esforzarno­s por comunicar mejor, para tomarnos más en serio nuestra responsabi­lidad como consumidor­es y difusores de informació­n, y para procurar, hasta donde sea posible, que los temas no se conviertan en objeto de debate partidario.

De acuerdo con diversas investigac­iones, las pasiones políticas y las sensibilid­ades identitari­as nos idiotizan

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