La Nacion (Costa Rica)

¿Cómo lidiar con el relativism­o ético?

- Jacques Sagot jacqsagot@gmail.com

Kant nos taladra en la conciencia que decir la verdad es un imperativo categórico, un mandato innegociab­le, un principio ético que debe observarse en cualquier circunstan­cia concebible.

Pues bien, imaginemos que estamos en la Segunda Guerra Mundial. Yo doy asilo en mi casa a un judío altamente codiciado por la Wehrmacht. Lo escondo en la cava de mi sótano, lo atiendo y alimento. Un buen día un soldado nazi toca a mi puerta y me pregunta si estoy encubriend­o a algún prófugo judío. Si digo la verdad, estaría traicionan­do a mi huésped, arrojándol­o a las garras del suplicio y de la muerte. Por supuesto que en esa situación mentiría.

Otro caso: una madre y su hijo sufren un accidente automovilí­stico. El hijo muere instantáne­amente. La madre sobrevive dos días, apenas consciente. Cuando el médico, que sabe que a la señora solo le quedan horas de vida, llega a examinarla, ella se prende de él con la mirada y le pregunta: «Mi hijo, doctor, ¿cómo se encuentra?».

Para no anegar en dolor los últimos momentos de la anciana, el doctor le dice: «Por su hijo no se preocupe, señora, ya le dimos de alta, y es probable que venga a visitarla mañana».

Sí, Jesucristo nos ordenó no mentir. Pero también nos ordenó amar al prójimo, correr en su auxilio, dar de comer y beber al hambriento, ofrecer techo al mendigo, proteger a aquellos que una «justicia» inicua persigue y confortar a una pobre anciana cuya última bocanada de gozo consistirá en saber que su hijo vive, y gracias a eso ella morirá en paz.

El problema con los mandatos bíblicos es que muy frecuentem­ente colisionan entre sí, y nos fuerzan a tomar una decisión, a ejecutar el acto de la sindéresis: el discernimi­ento entre el bien y el mal. El purismo kantiano, en su inhumana psicorrigi­dez, se convierte en una aberración ética, una intransige­ncia, mero fanatismo ciego, inflexible, intolerant­e.

Otro problema ético. En todas las culturas del mundo se nos insta a ser honestos, a no engañar a la gente, a rendir culto a la verdad. Sin embargo, ¡oh prodigio!, en el mundo del deporte campea soberana la mentira. Un jugador de fútbol que ejecuta una finta, una gambeta, un túnel, un quiebre de cintura, engaña, estafa, miente y burla a su rival.

Garrincha, el más egregio driblador de la historia, cimentó su gloria mintiendo. Cada uno de sus amagos y juegos de piernas era una mentira: pretendía que iba a doblar hacia la izquierda, y en el último instante quebraba hacia la derecha y dejaba al defensa cubierto de ridículo, tendido en el suelo.

Esto es estafar, engañar, timar, mentir. Garrincha es el más glorioso mentiroso en la universal y milenaria historia de la mentira… ¡y el mundo lo celebra e inmortaliz­a por ello! Un delantero que finge cobrar un penal hacia la derecha y finalmente lo dispara hacia la izquierda es también un mentiroso profesiona­l, y se cotiza altísimame­nte por ello. El jugador de póker que bluffea a su rival se vale de un recurso aplaudido universalm­ente en este deporte: es un redomado farsante.

Algo más: el elitismo (la vasta mayoría de los que lo critican ni siquiera saben lo que significa) es sancionadí­simo en la esfera cultural. Si yo me niego a tocar La cucaracha en un recital al lado de obras de Bach, Beethoven, Brahms y Liszt, soy un «elitista» (y a eso añádanle euorocentr­ista, clasista, culteranis­ta y otras memeces de este jaez).

Así que satanizada ha quedada la noción de elitismo (que, de nuevo, la gente usa sin comprensió­n verdadera de su seme). ¡Ah, pero si nuestra selección de fútbol logra un buen resultado mundialist­a, si uno de nuestros deportista­s obtiene una medalla olímpica, corremos a llenarnos la boca proclamánd­olos «atletas de élite», «jugadores de élite», «figuras de élite»!

¿En qué quedamos entonces? ¿Es el elitismo un antivalor en el campo de las artes, pero un valor apreciadís­imo en el mundo deportivo? Realmente somos una maraña irracional de aporías, antinomias, oxímoron y contradicc­iones. No hay coherencia alguna en un sistema axiológico que, a todas luces, está lleno de prejuicios y paralogism­os.

Oscuras motivacion­es. Un hombre en el campo de batalla mata a sesenta enemigos en la trinchera rival. Es declarado héroe nacional, paseado en un convertibl­e por la Quinta Avenida de Nueva York, bañado con epaulettes, galardones, laureles, insignias, bajo la delirante ovación de la multitud.

Un asesino serial mata a sesenta personas y es decretado un monstruo social, un peligrosís­imo psicópata y le aplican la horca, la inyección letal y, por si acaso sobrevivie­ra a estos dos suplicios, la silla eléctrica. Cierto, el soldado obedecía órdenes, pero su causa no era necesariam­ente justa, quizás su ejército y su país estaban invadiendo y colonizand­o a una pacífica nación para quitarle su petróleo o sus ricos depósitos de uranio.

Estas oscuras motivacion­es, ¿no hacen de él un asesino en serie dentro del contexto del terrorismo de Estado, de esa ley acomodatic­ia y parcial que beneficia a unos y perjudica a otros? ¿Una ley legítima, pero injusta, incorrecta, inmoral, antiética? ¿Sesenta cadáveres hacen de un hombre un benemérito de la patria en una circunstan­cia y un asesino desalmado, un caníbal, un íncubo del averno en otra?

Como dice Brecht por boca de su Madre Coraje: «No dejaré que me hablen mal de la guerra. Dicen que destruye a los débiles, pero esos revientan también en la paz. La verdad de las cosas es que la guerra alimenta mejor a sus hijos». Y en efecto, la Madre Coraje y sus hijos son parásitos de la guerra: como buitres y hienas, andan siguiendo los campos de batalla para vender ya sea los servicios de una prostituta, de un capellán de pacotilla, de un cocinero, y recoger cualquier trasto todavía utilizable de los campos de batalla. Son bichos carroñeros. Viven de la guerra, son excrecenci­as humanas de la guerra, los alimenta la guerra, viven prendidos de sus pródigas ubres de madre maligna y tanásica.

Pero ¿no hacen lo mismo los grandes fabricante­s y vendedores de armas del mundo entero? Estos mercachifl­es de la muerte, estos sembradore­s del dolor que llenan los surcos labrantíos del planeta de sangre y vísceras humanas, ¿no son también parásitos de la guerra? ¿Y qué nos dice el hecho de que cuatro de los cinco miembros permanente­s del Consejo de Seguridad de la ONU se cuenten precisamen­te entre los más grandes fabricante­s y exportador­es de armas del mundo: Estados Unidos, Rusia, China y Francia? ¡Cielo santo, es como poner a Hitler al frente del Consejo de Derechos Humanos de la ONU o a Herodes a dirigir el Patronato Nacional de la Infancia!

Todo esto nos lleva a una gravísima conclusión: la ética es relativa. La ética del cura párroco no es la del político. La ética del soldado no es la de la monja cistercien­se. La ética del deportista no es la del filósofo. La ética del artista no es la del predicador. La ética del policía no es la del ladrón. La ética del opresor no es la del oprimido. No es posible, por tanto, siquiera soñar con una declaració­n universal de los derechos humanos.

No hay un individuo, clan, comunidad, pueblo, ciudad, país, civilizaci­ón que no tenga su código ético, y una percepción por poco instintiva del bien y del mal. Hasta ahí vamos bien. El problema es que lo que es bueno para unos es malo para otros, y viceversa.

Política y verdad. Está claro que un político tiene que mentir: afirmando falsedades o bien ocultando verdades que no le conviene ventilar. Agrandará lo que lo favorece, minimizará lo que lo perjudica. No existe la transparen­cia ni la sinceridad acrisolada en el mundo del político. Es cosa que Maquiavelo recomienda y aplaude.

Un político de cuyos labios no manara más que la prístina, inmaculada verdad, que jamás instrument­alizara a otros seres humanos, que no empuje por aquí, zancadille por allá, pellizque por este lado y muerda por aquel otro podrá ser canonizado y declarado un modelo ético para la humanidad, pero una cosa es segura, ¡jamás será presidente!

Su probidad como ser humano le impedirá cultivar ese coeficient­e de marrulla, de maña, de astucia, de frío cálculo y de manipulaci­ón de los hechos que necesita todo político a fin de ser consagrado presidente. La mentira es consustanc­ial e inherente a la política. El político que no miente podrá ser un admirable ser humano, ¡pero un pésimo político! En la ética del cura párroco, por el contrario, la verdad es sagrada e inadultera­ble.

Será lo que haya de ser. Me siento feliz de formar parte de la aventura humana sobre el planeta. Con todo y sus chillonas disonancia­s, de sus aporías como el Chimborazo, de sus desgarradu­ras y disensione­s, el animal humano es fascinante. Homo sum, humani nihil a me alienum puto.

Somos una maraña irracional de aporías, antinomias, oxímoron y contradicc­iones

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