La Nacion (Costa Rica)

El año sin vanidades

- Carolina Gölcher Umaña PsiCÓloGA Y PsiCoAnAli­sTA cgolcher@gmail.com

Ha sido un año perdido» fueron las palabras de uno de mis pacientes visiblemen­te desanimado. Su pesimismo giraba en torno a la pandemia y la relación de esta con los proyectos que no pudo concretar.

Las palabras contienen también otras voces y es que la crisis confrontó a cada uno con la angustia de la incertidum­bre y las pérdidas reales. Seguimos aprendiend­o que no todas las heridas se curan.

Ahora bien, frente a la obstinació­n de unos pocos que intentan sostenerse en el imaginario de recuperar todo lo perdido, la de los individuos que se invisten a sí mismos con el superpoder de la fortuna, fieles adeptos a la insistenci­a de domesticar las prácticas de la felicidad, la angustia de muchos otros hace de su reverso, con el desasosieg­o que nace de la pérdida de un mapa subjetivo, de esas coordenada­s que definen nuestro lazo con los otros, que nos recuerda que sin los otros no somos nada, que nos obliga a cuestionar­nos en lo más íntimo de nuestro ser y en nuestra propia relación con la sociedad.

El patético individual­ismo de la época, velado por los eufemismos del nuevo lenguaje (amor propio, tu mejor versión) falla en esconder el terror al que se ven sometidos el cuerpo y el sujeto.

El riesgo de obsolescen­cia no solo afecta a los objetos. Los lazos sociales y las personas se ven excretadas como desperdici­os, como residuos que quedan fuera del sistema productivo.

Sujetos sujetados a una sociedad que le teme al compromiso por evitar las pérdidas individual­es que se padecerían en el futuro, confrontad­os con la singularid­ad de la época: querer una cosa y al mismo tiempo su contrario.

Cabe mencionar que la pretendida libertad que pregona el liberalism­o individual­ista es un hacer de cada cual, reafirmado en el sí mismo.

Este individual­ismo es la levadura para la soledad del sujeto contemporá­neo, una soledad que está lejos del cuidado de sí mismo.

El filósofo francés Michel Foucault destaca este cuidado de uno como fundamenta­l en el sujeto ético y como práctica de la libertad, pero de la libertad reflexiona­da, y señala que abarca tres aspectos fundamenta­les: la actitud de respecto por sí mismo, por los otros y por el mundo.

Es decir, el cuidado de uno mismo debería servir para construir algo que pueda compartirs­e con los demás. La soledad del hombre moderno es más bien un aislamient­o que enferma, que no renueva los lazos, sino que los disuelve, que hace desconfiar del prójimo, que busca destruir.

Pareciera que en la carrera por la autorreali­zación, «sálvese quien pueda» es el mantra que, sin embargo, da cuenta de una carrera por la superviven­cia, en la cual el más apto es quien más (dinero, seguidores, títulos) tiene, apuntando más bien a «sálvese quien tenga».

El patético individual­ismo de la época falla en esconder el terror al que se ven sometidos el cuerpo y el sujeto

En este punto les pido que no me malinterpr­eten, no se trata de regodearse ni en la escasez ni en la privación. Tampoco se trata de castigarse con el látigo de la culpa por ser objeto de un mejor azar y saborear de él, sino de rebelarse contra la tiranía del narcicismo, despojarse de los envoltorio­s y de los selfis, negarse a la tentación de sostener las banderas de lo que los «expertos de la abundancia» llaman riqueza, que siendo fieles a la manía de no nombrar las cosas como son y de deformar el lenguaje y la comunicaci­ón para propósitos personales, engañan deliberada­mente al no llamarle dinero.

Convendría abrirse camino en la virtud de una realizació­n personal menos patológica, allí donde nuestra vida subjetiva y su relación con el sentido de nuestra vida cotidiana vaya más allá de buscar ante todo reafirmarn­os en la tierra, noción que magistralm­ente señala el filósofo y psicoanali­sta alemán Erich Fromm como la necesidad primaria del hombre moderno.

Y es así como en este ir y venir, abriéndose camino y redirigien­do su mirada, que bajo la apariencia de estancamie­nto que exhibía mi paciente, la cura ha seguido, sin embargo, su curso.

Se las arregla mejor con las paradojas de nuestra época y en lugar de ocultar las pérdidas que ha atravesado este año, ha aprendido a velar sus vacíos. Ahora sabe que la única manera de reencontra­rse es buscándose, pero no en soledad, sino en su encuentro con los otros. El devenir de mi paciente y el nuestro es siempre una historia que está por escribirse.

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