El año sin vanidades
Ha sido un año perdido» fueron las palabras de uno de mis pacientes visiblemente desanimado. Su pesimismo giraba en torno a la pandemia y la relación de esta con los proyectos que no pudo concretar.
Las palabras contienen también otras voces y es que la crisis confrontó a cada uno con la angustia de la incertidumbre y las pérdidas reales. Seguimos aprendiendo que no todas las heridas se curan.
Ahora bien, frente a la obstinación de unos pocos que intentan sostenerse en el imaginario de recuperar todo lo perdido, la de los individuos que se invisten a sí mismos con el superpoder de la fortuna, fieles adeptos a la insistencia de domesticar las prácticas de la felicidad, la angustia de muchos otros hace de su reverso, con el desasosiego que nace de la pérdida de un mapa subjetivo, de esas coordenadas que definen nuestro lazo con los otros, que nos recuerda que sin los otros no somos nada, que nos obliga a cuestionarnos en lo más íntimo de nuestro ser y en nuestra propia relación con la sociedad.
El patético individualismo de la época, velado por los eufemismos del nuevo lenguaje (amor propio, tu mejor versión) falla en esconder el terror al que se ven sometidos el cuerpo y el sujeto.
El riesgo de obsolescencia no solo afecta a los objetos. Los lazos sociales y las personas se ven excretadas como desperdicios, como residuos que quedan fuera del sistema productivo.
Sujetos sujetados a una sociedad que le teme al compromiso por evitar las pérdidas individuales que se padecerían en el futuro, confrontados con la singularidad de la época: querer una cosa y al mismo tiempo su contrario.
Cabe mencionar que la pretendida libertad que pregona el liberalismo individualista es un hacer de cada cual, reafirmado en el sí mismo.
Este individualismo es la levadura para la soledad del sujeto contemporáneo, una soledad que está lejos del cuidado de sí mismo.
El filósofo francés Michel Foucault destaca este cuidado de uno como fundamental en el sujeto ético y como práctica de la libertad, pero de la libertad reflexionada, y señala que abarca tres aspectos fundamentales: la actitud de respecto por sí mismo, por los otros y por el mundo.
Es decir, el cuidado de uno mismo debería servir para construir algo que pueda compartirse con los demás. La soledad del hombre moderno es más bien un aislamiento que enferma, que no renueva los lazos, sino que los disuelve, que hace desconfiar del prójimo, que busca destruir.
Pareciera que en la carrera por la autorrealización, «sálvese quien pueda» es el mantra que, sin embargo, da cuenta de una carrera por la supervivencia, en la cual el más apto es quien más (dinero, seguidores, títulos) tiene, apuntando más bien a «sálvese quien tenga».
El patético individualismo de la época falla en esconder el terror al que se ven sometidos el cuerpo y el sujeto
En este punto les pido que no me malinterpreten, no se trata de regodearse ni en la escasez ni en la privación. Tampoco se trata de castigarse con el látigo de la culpa por ser objeto de un mejor azar y saborear de él, sino de rebelarse contra la tiranía del narcicismo, despojarse de los envoltorios y de los selfis, negarse a la tentación de sostener las banderas de lo que los «expertos de la abundancia» llaman riqueza, que siendo fieles a la manía de no nombrar las cosas como son y de deformar el lenguaje y la comunicación para propósitos personales, engañan deliberadamente al no llamarle dinero.
Convendría abrirse camino en la virtud de una realización personal menos patológica, allí donde nuestra vida subjetiva y su relación con el sentido de nuestra vida cotidiana vaya más allá de buscar ante todo reafirmarnos en la tierra, noción que magistralmente señala el filósofo y psicoanalista alemán Erich Fromm como la necesidad primaria del hombre moderno.
Y es así como en este ir y venir, abriéndose camino y redirigiendo su mirada, que bajo la apariencia de estancamiento que exhibía mi paciente, la cura ha seguido, sin embargo, su curso.
Se las arregla mejor con las paradojas de nuestra época y en lugar de ocultar las pérdidas que ha atravesado este año, ha aprendido a velar sus vacíos. Ahora sabe que la única manera de reencontrarse es buscándose, pero no en soledad, sino en su encuentro con los otros. El devenir de mi paciente y el nuestro es siempre una historia que está por escribirse.