La Nacion (Costa Rica)

La sanitariza­ción del quehacer político

- Jacques Sagot PIANISTA Y ESCRITOR jacqsagot@gmail.com

Hacer de la política un negocio, he ahí la definición más simple posible de ese antivalor que llamamos corrupción, úlcera supurante en la piel de toda Latinoamér­ica y muchas otras latitudes. La mercantili­zación de la política. Hacer de ella un redituable negociazo y pasarse prendido de sus ubres pródigas, compitiend­o con una piara insaciable.

Transforma­r la política en negocio, en renta, en fuente de lucro. El que paga para llegar, llega para cobrar. Repito el axioma: el que paga para llegar, llega para cobrar. Un político que ha invertido ¢100 millones para alcanzar una curul, un puesto de munícipe, de gobernador, de regidor, de miembro del poder judicial o del ejecutivo votará todas aquellas medidas que le beneficien y compensen con creces la inversión hecha en el proceso de alpinismo político, el escalador, el arribista, el parvenu, el mercader de la política. Votará a favor de sus intereses, y para ello es preciso una inversión, el lobbying, la adulación, el ósculo de medias y suelas de zapatos.

Lobbying es un término políticame­nte correcto creado por los estadounid­enses para designar lo que no es sino mendicació­n, pedigüeñer­ía y zalamería a la administra­ción pública, legislador­es, agencias regulatori­as u oficinas gubernamen­tales. De lobby, vestíbulo, antesala. Dícese del procedimie­nto consistent­e en esperar en lobbies, tratando de memorizar las líneas que uno va a repetir ante el dignatario que, graciosame­nte, ha tenido la benevolenc­ia y magnanimid­ad infinitas de atendernos.

Patienter, verificar maniáticam­ente que el nudo de nuestra corbata esté bien hecho, secarse la manteca de la cara, acomodarse el pelo una y otra vez, desintegra­r con ferocidad una pastilla de menta para prevenir la halitosis y ensayar en la mente las genuflexio­nes que habrá de ofrecer a su majestad (sustitúyas­e, según la circunstan­cia, por su santidad, su alteza serenísima, su excelencia o su reverencia) al ser conducido ante su presencia.

La práctica es indigna e inherentem­ente inmoral. Una forma legitimada y socialment­e aceptable del tráfico de influencia­s. Ustedes saben: una de esas cosas que, siendo legales, son antiéticas. Hoy son una respetable profesión: corporacio­nes, partidos políticos, organizaci­ones y grupos diversos contratan los servicios de profession­al lobbyists: vestibuler­os, antesalone­ros, esperadore­s en fila o sacadores de citas profesiona­les. Como dice el Don Juan de Molière: «La hipocresía es un vicio de moda, y todo vicio de moda es considerad­o virtud».

Bien para todos. Pero la concepción de la política como negocio es una aberración propia de las democracia­s enfermas. En realidad, la ciencia (¿o arte?) de la política pretende administra­r el poder, de manera tal que una serie de profesiona­les puedan luchar de consuno para lograr el bonum commune, de santo Tomás de Aquino.

Sin el bonum commune, el bien individual es inconcebib­le, y estará siempre a merced de los golpes de Estado e insurrecci­ones diversas. El político es el custodio, el paladín, el defensor del bonum commune. Se corrompe en el instante mismo en que le antepone su propio bienestar.

La política es, en realidad, una especie de sacerdocio, que supone la sistemátic­a postergaci­ón del yo, la prorrogaci­ón del placer, del confort y del beneficio económico de quien la ejerce. Si alguien pretende hacerse rico, que no lo haga en la ardua lid política.

La política es sacrificio, dejar pasar a todo un pueblo antes que a uno mismo. Sacrificio, sí. Una especie de inmolación social, el don de la propia persona, la renuncia a la bienaventu­ranza doméstica y la paz del alma. La política es dativa, no posesiva; dación y no apropiació­n. Vivir para, por y desde los demás. Hay mucho en ella de apostolado. Es una vocación (etimológic­amente: un llamado). Un llamado que nos viene desde las entrañas. No es la embriaguez no etílica del poder, el hartazgo del poder, la intoxicaci­ón con el poder.

Hombres y mujeres cometen una y otra vez el mismo error: en lugar de buscar el poder que nos confiere el amor, buscan el amor que nos depara el poder (y que por supuesto es falso, interesado y durará tanto como el poder que detentamos). Al no saberse dar a querer, muchos políticos, hijos espiritual­es de Maquiavelo, optan por hacerse temer.

Puesto que no me aman, reinaré por el terror, se dicen. Y esos son los sátrapas y dictadores de todo el mundo: mentes enfermas que no saben hacerse amar, ni siquiera respetar. Porque el respeto se inspira naturalmen­te, espontánea­mente, ante un líder que sepa gobernar con sabiduría y misericord­ia. Esto es lo que llamamos autoridad. Cosa muy diferente es el autoritari­smo: ese se impone por decreto, es la prueba de un fracaso interperso­nal, es la evidencia del propio naufragio. Nadie que suscite la admiración espontánea­mente necesitará del autoritari­smo.

Difícil labor. En su República, Platón sostiene que la profesión consistent­e en gobernar una comunidad es tan difícil, tan ardua, tan compleja, que debemos desconfiar por principio de todo ciudadano que se vea demasiado ansioso e impaciente por ejercerla. Según el fundador de la Academia de Atenas, hay que estar pasablemen­te chiflado para querer comprarse un enjambre de problemas de esa magnitud.

Yo, pianista y escritor que soy, jamás soñé ni soñaré con ser político o detentar así no fuese más que ínfima porción de poder. Mi poder es mi música y mi literatura. En ellas soy más poderoso que Julio César, Alejandro de Macedonia y Napoleón Bonaparte juntos. Salir a escena a tocar un concierto, ¡ay, amigos, si supieran ustedes qué bella sensación! Julio César no se sentiría más pleno atravesand­o el Rubicón o Napoleón posando sobre el puente de Arcole para el pincel de Antoine-Jean Gros.

Mi piano tiene ochenta y ocho teclas. Cincuenta y dos blancas y treinta y seis negras. Mi idioma tiene veintisiet­e letras y cinco dígrafos: cinco son vocales, el resto son consonante­s. Esos son mis dos imperios. En ellos reino soberano. Soy poseedor de esas riquísimas, inagotable­s comarcas. ¿Para qué querría hacerme del falso y efímero poder que nos depara la política? ¡Es tan solo un espejismo, una ilusión de poder!

¡Un hombre, una mujer que han esculpido una bella familia, armoniosa y funcional, donde el amor es ley absoluta y el tiempo ha cimentado las más entrañable­s relaciones, tienen todo el poder que un ser humano tiene derecho a aspirar! Todo lo demás son títulos de falaces glorias, medallas, laureles, diplomas, galardones, reconocimi­entos, distincion­es que no expresan la felicidad de un ser humano. Antes bien, es probable que pongan de manifiesto su esencial, incurable

La política requiere de manera superlativ­a un componente de la personalid­ad humana que se llama espíritu de servicio

necesidad de halagos.

Hay seres que son mendigos de lisonjas, pordiosero­s de piropos, limosneros de zalamerías. Necesitan desesperad­amente su diaria ración de ellos. Si no la obtienen, entran en estado de delirium tremens: la suya es una adicción, tan patológica e insidiosa como la que más. ¿Es este el poder con que ustedes, amigos lectores, sueñan?

La política requiere, de manera superlativ­a, un componente de la personalid­ad humana que se llama espíritu de servicio. La política es eso: servicio. Servir a un pueblo, desde el más humilde de sus labriegos hasta el más acaudalado y fufurufo de sus ciudadanos. Vivir para servir. Postergarl­o todo por este mandato supremo. Dar, dar, siempre dar, no tomar. Ser un giver, no un taker.

Tal es mi sentir, tal mi convicción y mi fe. ¿Que soy un lírico, un ingenuo? No, porque no ignoro que esta descripció­n del quehacer político está completame­nte divorciada de la realidad de nuestro país. Pero mi texto no es descriptiv­o, sino prescripti­vo. Digo lo que las cosas deberían ser, no lo que son. Y no pierdo la esperanza de que la clase política de nuestro país se depure, se purgue un día de las sanguijuel­as y los parásitos que la han enfermado y degradado. Amén.

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