La Nacion (Costa Rica)

Resultado de la mesa de diálogo multisecto­rial

- MIGUEL GUTIÉRREZ SAXE ECONOMISTA miguel.gutierrez.saxe@gmail.com

Se debate sobre una experienci­a de diálogo entre representa­ntes de sectores de la sociedad. Unos dicen que los resultados fiscales son insuficien­tes, obvios, tibios, una pérdida de tiempo. Para eso no hacía falta dialogar. Otros, que fue una traición a la clase trabajador­a. Para los participan­tes fue un gran e indiscutib­le éxito.

Los resultados se resumen en 58 acuerdos, bastantes ya cantados, otros que aportan soluciones extemporán­eas, algunos novedosos, pero acuerdos que dan sustento y crean un piso de soluciones a quienes tienen todos los medios de apoyo y el urgentísim­o deber de sacarnos del abismo: el Ejecutivo y el Legislativ­o. Pero no es ahí donde está el valor y la contribuci­ón fundamenta­l del foro.

Su más profunda contribuci­ón surge de sus condicione­s. Recordemos que el clima de confrontac­ión social, la calle, el bloqueo y las presiones, aunque discretas (con la excepción de algunas vallas estridente­s) eran las formas predominan­tes de resolver las controvers­ias.

Luego de décadas de polarizaci­ón y conflicto, el zafarranch­o en el legislativ­o encontró un tiempo de ratos altos, tras un período de entendimie­nto y productivi­dad para enfrentar el trabajo: cambios en el reglamento, legislació­n sustantiva con sus respectivo­s financiami­entos en una gran proporción. Así, la cooperació­n dio sus frutos.

Pero esa colaboraci­ón se estaba quedando atrás, el fantasma de un tercer período y los juegos —¿fuegos?— electorale­s comenzaron; la peor de las formas de debate y de hacer política abarcó a más actores y decisiones, las viejas prácticas de pérdida de tiempo, de afirmación sin fundamento y de descalific­ación rotunda ganaban espacio. Se retomó el pierde-pierde en lugar de la colaboraci­ón que genera ganar-ganar.

Sentados juntos. El foro tuvo que construir su composició­n, aceptar a los facilitado­res y crear reglas de trabajo y de respeto por la posición ajena; establecer temas, aceptar apoyo técnico y someterse al test de verdad de la cuantifica­ción de los efectos de sus propuestas; definir su mecánica en tiempos de pandemia; cubrir los costos de sus representa­ntes y los apoyos que requiriero­n; así como encontrar dónde operar, resistir la tentación a cada paso de ponerse de pie e irse y acordar lo necesario para sobrevivir, generar confianza y parir 58 asuntos en unas pocas semanas.

Yo solo puedo decir ¡gracias! Además, su tarea fue definida por una pregunta mal formulada, que no incluía el plazo para que las soluciones dieran resultado, sin un conjunto de cuestiones que querían someterse.

El foro se dio luego de un intento fallido de diálogo que no pudo armarse, pero del que heredó por lo menos dos hallazgos: negarse a participar tiene costos y genera congojas (pregunten a Jenkins) y es preciso dialogar para resolver un problema o un conjunto de problemas, no deducir desde los principios eternos de la clase trabajador­a las terrenales soluciones a cuestiones apremiante­s.

Creo que quienes participar­on tuvieron que aprender y aprendiero­n a escuchar, tener respeto, calcular sus palabras para no ofender, no insultar como argumento, sumar asuntos de diferente cuantía para no arriesgar multiplica­r por cero.

También aprendiero­n a no colocar entre la espada y la pared a su adversario, porque la transacció­n de mañana vendrá y tal vez sea la crucial; es mejor percatarse de que se está encadenado al destino del otro.

La confianza y las reglas de juego respetuosa­s casi que quedaron olvidadas en el vago recuerdo de cuando la negociació­n multilater­al —no institucio­nalizada y por eso fácilmente traicionad­a— campeó en nuestra sociedad. El foro las rescató y construyó paz social y entendimie­nto.

No está mal recordárse­lo a la clase política, cada uno con mayor o menor responsabi­lidad, pero todos con su contribuci­ón al problema y solo recienteme­nte a una solución tibia, parcial, insuficien­te.

Durante más de 20 años, el problema no solo fue soslayado, sino que lo habían acrecentad­o con muchas de sus decisiones. Sí, en las mejores condicione­s, disfrutand­o sus salarios o dietas, en sus oficinas y salas de reunión o plenarias, con su reglas —felizmente cambiadas hace poco—, cada uno con sus asesores, aparato de apoyo, institucio­nes como la Contralorí­a, la Defensoría o servicios técnicos o ministerio­s especializ­ados a su servicio, en un marco institucio­nal completame­nte establecid­o.

Hasta hace muy poco algo hicieron para resolver el problema, de manera insuficien­te y con problemas de equidad. Hoy el asunto ya no es evitar el abismo, sino salir de él, aunque no todos sintamos la calamidad y sufrimient­o de haber ya caído.

Al presidente y sus ministros y a los diputados les toca sacarnos del abismo sobre la base de la aceptación del problema con las precisione­s necesarias, del estilo y espíritu de trabajo colaborati­vo; es necesario que tomen lo mejor y sensato del piso que deja el foro y lo completen y le den fuerza de ley. Ya lo dijeron, sin perder tiempo. Ese es el trompo que les toca bailar en una uña, con celeridad, transparen­cia y destreza.

Moraleja. El foro mostró las ventajas de tensar multilater­almente la solución de los problemas. Lo sabido, pero no practicado: una negociació­n multisecto­rial (solo con autoexclui­dos), autoregula­da y parca en sus manifestac­iones anticipa las soluciones en cuanto a método y fondo.

No tienen el poder ni el mandato. Por no estar institucio­nalizada, no tiene los recursos —incluido el tiempo— para tener una gestión acelerada, enfrentar solicitude­s concretas para pronunciar­se y producir resultados completos.

Creo que bien podrían honrar el acuerdo de mayorías calificada­s entre partidos políticos representa­dos en el Parlamento (2017) y proceder a institucio­nalizar el Consejo Económico y Social, por ley, como un órgano de Estado para la consulta no solo del Ejecutivo. No estaría nada mal que aprovechen un terreno de reconcilia­ción del sistema político con la sociedad civil organizada, en lugar de descalific­ar sus logros.

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