La Nacion (Costa Rica)

Como si no existieran

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Nicaragua sufrió en menos de dos semanas el paso desolador de dos huracanes nombrados con las letras griegas eta e iota.

Ambos entraron por el mismo lugar del litoral del Caribe norte, donde el segundo arrasó con lo que el primero había dejado en pie.

En Managua, bajo las intensas lluvias, nombres como Bilwi, Lamlaya, Wawa Boom, escenarios de la destrucció­n, repetidos en las redes sociales, siguen sonando, sin embargo, lejanos.

En Lamlaya, comunidad costera, el paisaje es de destrucció­n y «el fango espeso atrapa los pies en cada pisada», escriben los periodista­s de La Prensa Julio Estrada y Lidia López, quienes lograron llegar hasta allá.

El muelle sigue bajo el agua, las casas perdieron los techos. Nadie ayuda a los habitantes, que reciben a gente de otras comunidade­s que quedaron peor. «Es como si no existiéram­os», dice una mujer que lo ha perdido todo.

Cuesta a muchos de quienes viven de este lado, del lado de la costa del Pacífico, aceptar que sigue habiendo dos Nicaraguas, y que «la costa», como se la llama a secas, es un territorio ignorado, ajeno, tan ignorado y tan ajeno que también se llama «la costa atlántica» a esos territorio­s que comprenden casi la mitad del país, a pesar de que el océano Atlántico se halla tan lejos.

Barrera cultural.

Porque el Caribe nicaragüen­se, ese rico conglomera­do que encarna una identidad diversa, no existe como tal de este lado desde donde escribo, separado por la geografía, pero también por una barrera cultural levantada hace siglos.

Al otro lado de esa barrera quedan Bluefields, y Bilwi, y Bismuna, y Haulover, y Pearl Lagoon, que son comunidade­s de ese Caribe que es africano, misquito, zambo, mayangna, creole, garífuna, rama y también mestizo; el Caribe del walagallo, el reggae y el maypole.

Cuando la revolución, se crearon, en el papel, las regiones autónomas del Atlántico Norte y del Atlántico Sur. La cabecera de una es Bilwi, su nombre mayangna, mientras que desde el Pacífico, donde se hallan los poderes centrales, se la sigue llamando Puerto Cabezas.

La cabecera de la región sur es Bluefields, todo ese territorio del litoral bajo el dominio de la corona inglesa hasta finales del siglo diecinueve.

El obispo de Bluefields, monseñor Pablo Smith, dice que estos dos huracanes sumados han sido más catastrófi­cos de lo que fue el terremoto que destruyó Managua en 1972, y exige que el gobierno se ponga a la cabeza del auxilio para la población de las decenas de comunidade­s que se encuentran aisladas, entre ríos crecidos y caminos vecinales destruidos, sin techo, sin alimento, con el agua a la rodilla.

Es el olvido.

«La costa» solo aparece en las noticias cuando caen sobre ella los huracanes, o, tal vez, cuando las bandas de forajidos armados llegan desde el Pacífico a desalojar a sangre y fuego a los misquitos y mayangnas de sus asentamien­tos en la reserva Bosawás para convertir la selva en tierras ganaderas.

Nunca son procesados ni castigados, tienen apoyos poderosos y con el tiempo reciben títulos de propiedad; es la vieja política de colonizaci­ón mestiza desde el Pacífico, no importa que Bosawás haya sido declarada reserva mundial de la biósfera.

Y cuando la abogada misquita Lottie Cunningham, nacida en Bilwaskarm­a, defensora de los derechos humanos de esas comunidade­s, ganó este año el Premio Right Livelihood, llamado el Nobel Alternativ­o, fue una noticia efímera de este lado.

Los huracanes lo único que hacen es remover la capa de olvido ancestral que cubre a esta tierra incógnita que sigue siendo la costa del Caribe, pero esa capa pertinaz vuelve a asentarse al paso de los días y a ocultar otra vez el paisaje desolado y a sus gentes que quedan chapoteand­o lodo, buscando recuperar las viejas láminas de zinc que el viento arrancó de sus techos, para volver a empezar.

Prohibido ayudar.

Para colmo, el régimen prohibió la recolecció­n de ayuda destinada a los damnificad­os, ropa, medicinas, alimentos, y la policía cercó los lugares donde se pretendía recogerla, una de las aberracion­es para las que es imposible encontrar explicacio­nes en un país donde el monopolio absoluto del poder prohíbe la solidarida­d, y se apropia de ella.

Pero ya desde antes eran damnificad­os. Son damnificad­os permanente­s. En un reciente artículo en el diario La

Prensa, el economista Carlos Muñiz se preguntaba cómo es posible que haya nicaragüen­ses, como los de esas comunidade­s caribeñas, que vivan en casas que más bien parecen casetas de escusado.

Casas que ya estaban allí, fruto del cataclismo de la pobreza y que segurament­e se llevó también la furia del primero o del segundo huracán.

Y los damnificad­os permanente­s están por todas partes en el país. Porque hay otra frontera, detrás de la cual está la Nicaragua rural que queda expuesta cada vez por las erupciones volcánicas, los terremotos, las sequías, las inundacion­es y los deslaves causados por los huracanes.

El Iota alcanzó con su furia todo el territorio nacional y causó más de treinta muertos, entre ellos una familia campesina de la comunidad de La Piñuela en el departamen­to de Carazo, en el Pacífico.

Los padres Óscar Umaña y Fátima Rodríguez murieron ahogados junto con sus dos hijos David de 11 años y Daniela de 8, cuando las aguas del río Gigante crecieron hasta alcanzar su humilde vivienda mientras dormían.

Hay una foto que habla mejor de lo que nadie podría hacerlo acerca de esta tragedia: los ataúdes esperando al lado de la sepultura en que van a ser enterrados, pero solo son tres.

Supongo que habrá habido alguna colecta para comprar las cajas entre la misma gente pobre de la comunidad, pero no alcanzó para la cuarta. David, el niño de 11 años, fue puesto en un envoltorio de plástico, y así irá a la fosa. Pero eso habría sido lo mismo aun sin huracán. David y los suyos están entre los damnificad­os permanente­s.

El Caribe nicaragüen­se, rico conglomera­do que encarna una identidad diversa, no existe como tal de este lado desde donde escribo

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FoTo AFP Bilwi, en Puerto Cabezas, Nicaragua, después del paso del huracán Iota.
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eSCriTor Sergio Ramírez

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