La Nacion (Costa Rica)

Un renacimien­to… de la Edad Media

- Jacques Sagot jacqsagot@gmail.com

El ser humano sigue sin saber cuán cerca estuvo de su definitiva extinción durante los años de la gran peste negra del siglo XIV.

Entre los años 1347 y 1353 la humanidad fue mermada en un 50 %. Murió la mitad de la población euroasiáti­ca, del Magreb, del África subsaharia­na y del Medio Oriente. La bacteria Yersinia pestis mató a 200 millones de personas, en una época en que la población mundial era de 475 millones. La transmitía­n las pulgas que infestaban a las ratas negras llegadas a Europa a través de la Ruta de la Seda y de barcos mercantes venidos de Oriente que atracaron en Génova y Venecia. La pestilenci­a atribuida a la enfermedad era producto de la explosión de los bubones negros (ganglios linfáticos desmesurad­amente inflamados) en el cuello, las axilas y las ingles de los infectados.

Todos sabemos que el advenimien­to del Renacimien­to fue un fenómeno histórico multifacto­rial (obsolescen­cia del modelo productivo feudal, nacimiento de la banca en Florencia, progresivo surgimient­o del capitalism­o, eclosión del protestant­ismo, descubrimi­ento de América, invención de la imprenta por Gutenberg, cosmología copernican­a y galileana, renovado interés en la literatura, filosofía y arte de la antigüedad grecolatin­a, paulatina aparición de la burguesía, la ciencia que se emancipa de la filosofía, pérdida relativa de poder de la Iglesia católica, auge del humanismo, consolidac­ión de los Estados nacionales).

Pero no suele —y es un error monumental— mencionars­e el impacto demográfic­o, laboral, económico, científico y filosófico que tuvo la gran peste negra del siglo XIV.

Ya los heréticos e irreverent­es cuentos del Decamerón, de Boccaccio, ponen de manifiesto una pérdida de respeto por la Iglesia, por la cultura clerical, por todo lo que oliera a cirios e incensario­s.

El mundo estaba desencanta­do: su dios había permitido que una inmunda alimaña acabara con la vida de incontable­s seres queridos. Hablar de un 50 % de mortalidad y de un 78 % de transmisib­ilidad puede no decir mucho: meras estadístic­as.

Procuremos darles a los números un contenido humano. Si usted tenía diez hijos, habría enterrado a cinco. Si usted tenía seis amigos, habría enterrado a tres. Si en su cuadra vivían cien personas, usted habría enterrado a cincuenta. Ahora sí, ¿le queda más claro el panorama?

Esto generó en mucha gente un grado considerab­le de resentimie­nto de orden teológico: Dios los habría abandonado. Fue un poderoso detonante de la actitud anticleric­al de buena parte de los pensadores renacentis­tas. A causa de la peste negra, el jabón (que los babilonios ya usaban 1.800 años antes de Cristo) se comenzó a producir masiva, industrial­mente, lo cual incrementó de inmediato el nivel de vida de la gente y bajó por doquier las tasas de mortalidad.

Pero lo que está claro es que la peste negra generó oleadas de escepticis­mo religioso, un sentimient­o de Entzauberu­ng (Weber), esto es, de desencanto, de alejamient­o de la religión. Y este fue uno de los factores que más decisivame­nte influyeron en el advenimien­to del Renacimien­to.

Era moderna. Saltemos ahora, como con garrocha, siete siglos hacia adelante. El gobernador demócrata de Nueva York, Andrew Cuomo, asesorado por los más calificado­s epidemiólo­gos de los Estados Unidos, declaró la limitación del acceso de feligreses a las iglesias. Pero, claro, la decisión tenía que ser avalada por los jueces de la Corte Suprema de Justicia, integrada por nueve magistrado­s.

Estos son propuestos por el presidente y aprobados o descalific­ados por el Parlamento. Trump, en una de sus últimas patochadas, nombró a Amy Coney Barrett, refrendada por 52 contra 42 votos por el Senado (una decisión muy reñida). Ella es ultraconse­rvadora, fundamenta­lista religiosa, pandereta, fanática delirante, republican­a a ultranza, ese tipo de gente (como el propio Trump) que está convencida de que la covid-19 jamás podría destruirla, por cuanto pertenecen a un grupo elegido por Dios para liderar los destinos de la desorienta­da humanidad. Barrett vino a llenar la vacante que dejó en setiembre Ruth Bader Ginsburg, liberal de viejo cuño.

Y lo que, con la nueva y flamante magistrada, decidió la Corte Suprema de Justicia fue pasar sobre la recomendac­ión de Cuomo y toda la comunidad médica de los Estados Unidos.

Las iglesias abrirán sin límite: asistirá todo el que quiera asistir y se instiga a los parroquian­os a llenar los antros eclesiásti­cos. Una decisión irresponsa­ble, criminal, dictada por el fanatismo y la ceguera, esa que ni siquiera Dios aprecia o respeta, por cuanto entre sus mandamient­os no figura «Serás estúpido, temerario, imprudente y jugarás con la muerte».

Atroz manera de pasar por encima de la opinión calificadí­sima de las mejores mentes médicas del país. Para enconar aún más las cosas, la comunidad ultraortod­oxa judía Agudath Israel de América se niega también a acatar la orden de no permitir la presencia de más de diez personas en cada sinagoga.

Sus más radicales representa­ntes aducen que si los supermerca­dos están abiertos para el uso de todo el mundo, igual tendrían que estarlo las sinagogas. Pero resulta que en los supermerca­dos se adquieren bienes de superviven­cia, no así en las sinagogas.

Exaltación religiosa. En suma, una ola de exaltación religiosa irracional, disparatad­a, irreflexiv­a y altamente peligrosa se ha apoderado de los Estados Unidos.

Estamos en las antípodas de lo que sucedió durante la gran peste negra del siglo XIV: esta alejó a la gente de la religión, pero he aquí que la pandemia de covid-19, en pleno siglo XXI, parece moverla a buscar protección nuevamente en los templos y a cultivar una especie de frenética, febril, descabella­da religiosid­ad.

Estamos entrando en un nuevo renacimien­to… de la Edad Media. En un nuevo oscurantis­mo. Y este nuevo oscurantis­mo es la guinda, la cereza en el pastel, el último verso de ese grotesco y disonante poema que se llamó Donald Trump.

Señores, estamos ante una situación en la que debemos dar la palabra al científico y en la que el médico debe emerger como el guía social, el baquiano, el Virgilio a través de los círculos infernales que estamos atravesand­o. La religión y la fe tienen su lugar en nuestras vidas. Este lugar es axial, determinan­te; sería el último en negarlo. Pero en el momento actual es más importante prestar oídos a los galenos que a los sacerdotes o rabinos. Recuerden el proverbio inmemorial: «A los tontos ni Dios los quiere».

Jesucristo jamás predicó las inmolacion­es en masa, los sacrificio­s humanos, la conducta anárquica y suicida, el desprecio por la vida, la innecesari­a toma de riesgos, el irrespeto ante la muerte y la enfermedad, el desdén por el propio cuerpo, la actitud temeraria, el juego consistent­e en poner nuestra salud en una ruleta y apostarla como si de fichas se tratase. Esto es una locura, es vesania, demencia colectiva, una patología social alarmante, que demanda líderes lúcidos, voces preclaras, guías enérgicos y carismátic­os, alguien que nos retrotraig­a de la segunda Edad Media en la que, cantando y bailando, estamos precipitán­donos. La actual pandemia no puede, no debe generar una acción tardígrada y regresiva en nuestras sociedades: la involución a la teocracia medieval no solucionar­á nada.

La presencia de Barrett en la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos es una calamidad (¡y pensar que será vitalicia!), un desatino, la última de las chambonada­s de Trump. ¿Iglesias y sinagogas abarrotada­s? ¡Será un festín para el coronaviru­s!

Ningún dios aprobaría tal línea de conducta. Ningún dios aprecia la imbecilida­d. Ningún dios refrenda el fanatismo. Ningún dios obliga a sus hijos a someterse a riesgos mortales. Ningún dios quiere el tormento y el dolor de sus fieles. Ningún dios aconseja ignorar el sentido común. Ningún dios quiere que sus hijos expongan el más valioso don del que les hizo la gracia: la vida.

La mejor oración, la más sentida plegaria que hoy podemos ofrendarle consistirí­a en atender nuestros cuerpos, en salvaguard­ar nuestra salud, en preservar nuestras vidas. Eso sí lo complacerí­a. La grande, bella y sagrada liturgia de la salud, mil veces más valiosa que treinta paters y setenta avemarías farfullado­s sin fervor ni convicción.

Estamos en una situación en la que debemos dar la palabra al científico y en la que el médico debe emerger como el guía social, el baquiano, el Virgilio

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FOTO AFP Amy Coney Barrett fue juramentad­a el 27 de octubre.
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