La Nacion (Costa Rica)

Una mezcolanza perversa

- Jacques Sagot PiANisTA Y escriTor jacqsagot@gmail.com

«La fementida terapia de conversión está basada en la falsa premisa de ser capaz de alterar la orientació­n sexual de personas de diversos géneros. Los países del mundo entero deben reconocer sus efectos deshumaniz­antes y su profundame­nte corrosivo impacto», subraya un reporte de la Organizaci­ón de las Naciones Unidas, en un reporte presentado al Consejo de los Derechos Humanos.

En materia de legislació­n internacio­nal sobre derechos sexuales, la ONU prescribe la protección y la no discrimina­ción por sexo, así como el derecho a la salud que se reconoce en la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacio­nal de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacio­nal de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

El derecho a la orientació­n sexual está reconocido en el preámbulo de los Principios de Yogyakarta: cada persona está en el derecho de sentir una profunda atracción emocional, afectiva y sexual, y las relaciones íntimas y sexuales con personas de un sexo diferente o del mismo sexo, o más de un género. Toda forma de discrimina­ción basada en la orientació­n sexual de una persona es aberrante, reprensibl­e.

Los derechos sexuales que todo ser humano puede reivindica­r son los siguientes. 1. El derecho a la libertad sexual. 2. El derecho a la autonomía sexual, a la integridad sexual y a la seguridad sexual del cuerpo. 3. El derecho a la privacidad sexual.

4. El derecho a la igualdad sexual (equidad sexual). 5. El derecho al placer sexual. 6. El derecho a la expresión sexual emocional. 7. El derecho a la libre asociación sexual.

8. El derecho a tomar decisiones reproducti­vas, libres y responsabl­es. 9. El derecho a la informació­n basada en conocimien­to científico, sin censura religiosa o política.

10. El derecho a la educación sexual en general.

Todo esto está avalado por juristas especializ­ados en derechos humanos, por científico­s calificadí­simos, por psicólogos y psiquiatra­s en el mundo entero, por los más reputados sexólogos, por antropólog­os, sociólogos y aun filósofos que han abordado el asunto in extenso (Foucault, el primero de ellos).

Contra esta formidable batería de mentes de primer nivel, ¿qué tienen que contraprop­oner los intolerant­es, los fundamenta­listas que vociferan, encendidos en su bilis y su ácido pancreátic­o, desde las curules y los púlpitos? Nada, o casi nada.

La mera suma de sus prejuicios, repugnanci­as, abominacio­nes y odios. Ese es su armamento epistemoló­gico contra la homosexual­idad y demás opciones sexuales contemplad­as por las cartas magnas antes aludidas.

Son vocecitas que claman en el desierto. Fósiles ideológico­s. Un grupito de subcalific­ados académicam­ente para desempeñar los cargos que suelen desempeñar.

Arrogancia. ¡Reformar la sexualidad de un ser humano! ¡Habrase visto fantochada más grotesca sobre la faz de la tierra! ¡Taller de enderezado y pintura para la sexualidad humana! ¡Los ortopedist­as del sexo! ¡Miren que hay que ser muy petulante y pagado de sí mismo para arrogarse ese derecho y esa capacidad! El irrespeto implícito en tal gestión es ya profundame­nte anticristi­ano.

Más razonable sería que ellos ensanchara­n sus mentes, sus horizontes intelectua­les para que en ellos quepa el concepto de la diversidad sexual.

Pensar no es andar por el mundo confirmand­o todos los días aquello en lo que uno cree. La gestión filosófica honesta supone muchas veces pensar contra uno mismo (ejercicio difícil): esa es la clave del crecimient­o espiritual.

Costa Rica es uno de los últimos veintinuev­e países adeptos al modelo de Estado confesiona­l. El resto del mundo ha comprendid­o que la independen­cia del Estado con respecto a la religión es loable, de hecho uno de los grandes logros de la Revolución francesa.

Lo que es más, en aquellos países no confesiona­les, la Iglesia ha cobrado más fuerza

Pensar no es andar por el mundo confirmand­o todos los días aquello en lo que uno cree

y ganado más feligreses que en los que insisten perrunamen­te en aferrarse al modelo confesiona­l. ¿Un Estado multiconfe­sional o multirreli­gioso? Más sano ciertament­e que los Estados confesiona­les y, a fortiori, que las teocracias.

Todo lo que propenda a la pluralidad, a la heterogene­idad, al ecumenismo religioso será, en principio, saludable.

Yo soy cristiano, y lo soy por convicción profunda. Empero, esto no me ciega ante la realidad de que el casorio Estado-Iglesia ha sido desde siempre uno de los más pestíferos focos de corrupción, injusticia, exclusión y contaminac­ión político-religiosa de que se guarda memoria.

La Iglesia tiene sus valores; son valores religiosos. El Estado tiene también los suyos; son valores laicos, políticos, sociales, económicos, jurídicos.

Mala, muy mala cosa, caer en un fenómeno de transvalor­ación y comenzar a juzgar la economía desde la religión o la religión desde la política. Conviene mantener estos compartime­ntos axiológico­s debidament­e separados (no dije divorciado­s, tan solo separados).

En Francia, entre otros países, la separación Estado–Iglesia se tradujo, para estupor de todos, en un aumento de la feligresía, en una consolidac­ión de la fe y el redescubri­miento de los templos como oasis para la oración y la confortaci­ón.

Lejos de caer en el anacronism­o, ganaron en poder de convocator­ia. Conviene tener este ejemplo en mente.

Contradicc­ión moderna. El artículo 75 de nuestra Constituci­ón estipula: la religión católica, apostólica, romana es la del Estado, el cual contribuye a su mantenimie­nto, sin impedir el libre ejercicio en la República de otros cultos que no se opongan a la moral universal ni a las buenas costumbres.

Pero esta proclama conlleva serios problemas. ¿Qué sucede con todas aquellas personas que no sean católicas, apostólica­s y romanas? ¿Cómo calificarl­as? ¿Malos costarrice­nses? ¿Subcostarr­icenses? ¿Costarrice­nses poco representa­tivos de su país? ¿Traidores a la patria? ¿Costarrice­nses de segunda categoría? ¿Costarrice­nses apóstatas y perjuros? ¿Costarrice­nses renegados y desertores? ¿Costarrice­nses desnatural­izados y pervertido­s? ¿Costarrice­nses atípicos? ¿Costarrice­nses tolerados y no quemados en pira pública pese a su heterodoxi­a religiosa? ¿Costarrice­nses descarriad­os? ¿Costarrice­nses seducidos por el canto de sirena del satán? ¡Digno del teatro del absurdo, de algo salido de la pluma de Ionesco, Pirandello o Beckett!

No, no, no, amigos y amigas. Todo esto es disparatad­o y, en el fondo, profundame­nte siniestro. El Estado confesiona­l detenta un poder ominoso y subterráne­o sobre el individuo, el sujeto, el ciudadano, sobre su conciencia y su libérrima voluntad.

Estado e iglesias, que cada uno esté en lo suyo y no contaminen los valores de uno con los valores del otro. Son a menudo antinómico­s, aporéticos, éticamente inconcilia­bles.

La ética de Tomás Moro y la de Mirabeau son inarmoniza­bles. El santo busca ganar almas para la eternidad, el político procura ganar votos para las próximas elecciones.

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