La Nacion (Costa Rica)

Reforma política

- agonzalez@nacion.com Armando González R.

La política nunca deja de sorprender, pero si las elecciones del 2022 se ajustan a la normalidad surgida del derrumbe del bipartidis­mo, el próximo presidente de la República no tendrá una sólida base parlamenta­ria y, posiblemen­te, será elegido en segunda ronda. Comenzará, entonces, su penar durante cuatro largos años de alianzas instantáne­as y arreglos provisiona­les.

El multiparti­dismo traicionó las esperanzas de quienes con ingenuidad lo vieron como alta expresión de la vivencia democrátic­a. El ideal, dice la experienci­a, no depende de la atomizació­n del poder y la presencia de una miríada de puntos de vista, algunos construido­s para distinguir artificial­mente a sus defensores del resto de la oposición.

Depende, por el contrario, de un Estado funcional y gobernable, guiado por agrupacion­es bien estructura­das, con arraigo y sentido de responsabi­lidad histórica. Un repaso a las fuerzas políticas vigentes revela la dificultad de enmarcar a varias de ellas en esa definición.

La fragmentac­ión política reemplazó al bipartidis­mo, pero no es su consecuenc­ia. La preeminenc­ia de dos partidos más bien disimulaba las caracterís­ticas del diseño institucio­nal conducente­s a la dispersión. El colapso del viejo sistema creó un vacío, pero el molde es el de siempre, comenzando por el sistema de elección de diputados, con sus listas, proporcion­alidad, cocientes y subcocient­es.

La ausencia de dos o tres fuerzas dominantes invita al aventureri­smo y explica el vertiginos­o surgimient­o y desaparici­ón de partidos de todo signo y de varios sin signo alguno más allá del particular­ísimo interés de sus dirigentes. La gobernabil­idad exige una reforma política, pero la política la imposibili­ta. Los grandes polos del bipartidis­mo más bien se enrumban hacia un nuevo tipo de fragmentac­ión, ya no programáti­ca o ideológica, sino territoria­l. Con sus estructura­s nacionales debilitada­s, son presa de intereses localistas.

La tendencia se apoya en la elección prácticame­nte vitalicia de los alcaldes, debido a la limitada participac­ión popular en los comicios cantonales. Como las elecciones se definen por pocos votos, se agiganta la oportunida­d de apalancar el cargo para reunir el puñado de sufragios necesarios para renovar el mandato. Quizá la reforma política debería comenzar por la imposición de límites a la reelección de los alcaldes, como existen para otros cargos y por las mismas razones, además de evitar un impulso más hacia la atomizació­n.

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