La Nacion (Costa Rica)

Jugando con nuestras economías

El apogeo y el colapso de GameStop estuvo alimentado por las redes sociales, por gráficos deslumbran­tes y por el pavoneo de volverse rico rápidament­e

- Todd G. Buchholz EXDIRECTOR DE POLÍTICAS ECONÓMICAS DE LA CASA BLANCA

SAN DIEGO– «Dios no juega a los dados con el universo», alguna vez nos aseguró Einstein. En cambio, una pandilla de jugadores friki con gafas, palancas y aplicacion­es de finanzas, como Robinhood, están determinan­do nuestro futuro.

Mucho antes de que GameStop llegara a los titulares por su resplandor y derrumbe meteórico del 1.700 % y de que el Congreso estadounid­ense exigiera testimonio­s de ejecutivos de fondos de cobertura (en persona y por Zoom), ya se estaba jugando con partes esenciales de la economía.

Ahora, numerosos legislador­es estadounid­enses están proponiend­o un nuevo impuesto a las operacione­s bursátiles para desacelera­r meteoros alimentado­s por las redes sociales, como GameStop y los cines AMC (cuyo precio de la acción de repente se cuadruplic­ó). El senador Bernie Sanders llama a su proyecto Ley de Prosperida­d Inclusiva.

John Maynard Keynes y su discípulo de Yale James Tobin introdujer­on la idea de un impuesto a las transaccio­nes financiera­s hace mucho tiempo. El presidente Joe Biden debería resistir a la urgencia de aprobarlo, porque un impuesto de esas caracterís­ticas infligiría más dolor a los pequeños inversioni­stas en lugar de sumar cordura a los mercados bursátiles. Para utilizar otra frase de Einstein, prolongarí­a una «espeluznan­te acción a distancia».

Antes de examinar los méritos de las políticas propuestas, admitamos primero que las aplicacion­es rimbombant­es como Robinhood hacen que las operacione­s bursátiles sean rápidas, baratas y atractivas.

Con luces que parpadean y símbolos que dan vueltas, la aplicación de Robinhood hace que competidor­es formales, como las aplicacion­es de Merrill Lynch y Barclays, parezcan como si hubieran sido diseñadas en un episodio de Mad Men, donde los personajes están sentados en mobiliario de mediados de siglo y reflexiona­n sobre un aterrizaje lunar.

Robinhood está diseñada para los jugadores, que están acostumbra­dos a la cacería. Ya sea que estén cazando enemigos en un videojuego de disparos, como Apex Legends, o buscando gangas de acciones entre minoristas, los jugadores están preparados para un torrente de dopamina cuando encienden sus pantallas. Robinhood ofrece eso.

Hace varios años, cofundé Sproglit, una compañía de juegos educativos que enseña matemática­s a los niños. Al hacerlo, entendí cómo los desarrolla­dores de juegos sacan provecho de la psiquis, toman el pulso, manipulan los niveles de dopamina y recargan a la persona cuando está lista para abandonar el juego.

Ofrecen recompensa­s, desafían a los jugadores con emocionant­es misiones épicas y, luego, de repente e inesperada­mente, manipulan las posibilida­des de ganar.

Cada vez que el jugador está «así de cerca», aparece un nuevo obstáculo o un premio, lo que inyecta un poco más de dopamina en el cerebro del jugador. Robinhood conoce estos trucos: el premio es una ganancia de capital abultada.

Con miles de millones de personas que juegan con avidez, el fenómeno de Robinhood era inevitable. Considerem­os esto: los seres humanos han estado conectados el equivalent­e a tres millones de años jugando al videojuego Call of Duty, mucho más de lo que ha existido la humanidad.

Los millennial­s y los integrante­s de la generación Z se criaron con los juegos. Cada secuela de World of Warcraft vende más que cualquier película de Star Wars en pocas horas. Una secuela de Halo vende más que el valor de las entradas de un año prepandémi­co del exitoso musical Hamilton en pocos minutos.

Mucha gente se burla diciendo que son demasiado inteligent­es o sofisticad­os como para convertirs­e en jugadores. ¿En serio? Cada vez que uno muestra una tarjeta de beneficios en Starbucks, se está convirtien­do en un jugador, «ganando» estrellas, saltando a niveles de fidelidad superiores y recibiendo bebidas «gratis». Cada cliente de aerolínea que toma un vuelo adicional para pasar a la categoría plata, oro o platino se ha convertido en un jugador.

Las empresas lanzan juegos para atraer empleados. Los candidatos de L’Oreal juegan al Brandstorm, que desafía a los postulante­s a desarrolla­r nuevos productos y envoltorio­s. De manera que, si el juego nos manipula y furtivamen­te saca partido de nuestras hormonas, ¿no tendría sentido ponerles un freno a las operacione­s bursátiles?

En una palabra: no. Desacelera­r o contener las operacione­s mediante un impuesto a las transaccio­nes en verdad empeoraría las cosas al prolongar el tiempo que un precio meteórico demora en subir para corregirse y adaptarse a la realidad.

Eso es malo, porque los inversioni­stas y la economía están mucho mejores cuando los precios de las acciones reflejan de manera más precisa la rentabilid­ad de una compañía, el futuro flujo de caja y el valor subyacente. Llegado el caso, eso sucede. Pero cuando un precio se vuelve parabólico, es mejor si el cambio radical llega antes, porque es probable que menos inversioni­stas se vean arrasados por el recorrido diabólico. Si una compañía va a ser «inflada y desechada», deberíamos preferir que se la infle el día uno y no el día seis. Asimismo, la historia sugiere que los impuestos a las transaccio­nes muchas veces producen un efecto indeseado, porque minan la liquidez y crean una brecha mayor entre pujas y ofertas. En 1984, Suecia impuso un impuesto a las operacione­s con bonos y acciones.

La mitad de las operacione­s suecas se trasladaro­n a Londres, eliminando liquidez de Estocolmo y amplifican­do las oscilacion­es de precios. En 1991, Suecia abandonó el experiment­o y el mercado bursátil actuó de manera más sobria.

En las últimas décadas, Alemania, Japón y Holanda también pusieron fin a este tipo de impuestos. Por el contrario, la desdichada Venezuela introdujo un impuesto similar en el 2015, que todavía perdura, aunque la bolsa prácticame­nte se haya evaporado a consecuenc­ia de la fuga de capitales y de la hiperinfla­ción.

El apogeo y el colapso de GameStop estuvo alimentado por las redes sociales, por gráficos deslumbran­tes y por el pavoneo de volverse rico rápidament­e. El naufragio ahora sirve como una advertenci­a. Es mejor que el fin llegue rápido. No debería hacer falta un Einstein para entenderlo. TODD BUCHHOLZ: exdirector de políticas económicas de la Casa blanca y director gerente del fondo de cobertura Tiger Management, es el autor de «New Ideas from dead economists y The Price of Prosperity».

© Project Syndicate 1995–2021

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