La Nacion (Costa Rica)

La paz camina largas distancias con pasos pequeños

- Óscar Arias Sánchez EXPRESIDEN­TE DE LA REPÚBLICA

La paz es un valor absoluto. Es la condición de posibilida­d de todos los otros valores. Un país en guerra es un país enfermo, desarticul­ado, disfuncion­al, y tanto la felicidad individual como la colectiva de sus habitantes se hace imposible.

En tiempos de guerra, la cultura, la educación, la salud, la alimentaci­ón, la infraestru­ctura, las finanzas… se deterioran drásticame­nte y entran en crisis. Los clásicos valores de libertad, igualdad, fraternida­d, así como la amistad, el amor, la familia, la responsabi­lidad, el trabajo, la disciplina, la comunicaci­ón, todo, absolutame­nte todo, es destruido por la guerra. Las guerras carcomen nuestros cimientos, mutilan los brazos constructo­res de un mejor destino y le arrebatan a Dios sus hijos más preciados.

Sin paz no hay felicidad, porque la felicidad es un subproduct­o de la seguridad, y la guerra destruye la seguridad. En situacione­s de guerra entramos en el reino de la persecució­n, la paranoia, la fuga, la migración y, sobre todos ellos, el miedo. El miedo al otro, miedo al otro que nos acecha en los espacios públicos, aunque también, en el caso de las mujeres, en los espacios privados.

Miedo a despertar un día con el ruido de una celosía quebrada y encontrar un desconocid­o hurgando en las gavetas de nuestra casa. Miedo a pasar en medio de una turba en la calle y ver el destello de un puñal entre sus manos. Miedo a que un auto sin placas que nos sigue en un camino solitario nos cierre el paso de pronto y se bajen de él cinco hombres encapuchad­os.

Miedo a permanecer, a cambiar. A salir de la casa, a quedarnos en la casa. A confiar en los demás y ser engañados, a no confiar en nadie y hundirnos en la soledad. A perderlo todo, a no tener nada. A querer demasiado, a conformarn­os con poco. Miedo a tener esperanza, miedo a soñar, miedo a morir.

Seguridad amenazada. No es posible construir una sociedad justa, solidaria, feliz, segura y libre en medio del miedo, que donde reina hace proliferar las soledades. Y tampoco será posible construir una sociedad más democrátic­a. Como lo demuestra la situación de América Latina, una de las regiones más violentas e inseguras del mundo, el miedo cotidiano y generaliza­do invariable­mente alimenta la intoleranc­ia social, la xenofobia, los discursos demagógico­s y las tentacione­s autoritari­as.

Sin paz, seguridad y justicia social nuestra libertad se encuentra amenazada porque no hay ningún acto libre cuando el espíritu es presa del miedo; no hay ningún acto libre cuando el temor es la clave en la que se escribe la partitura de la vida.

Podría decirse que en un país democrátic­o como el nuestro la paz y la justicia están estrechame­nte vinculadas, cuando no homologada­s. Los grandes filósofos de la Antigüedad y la Edad Media coincidier­on todos en que la paz era indisociab­le de la justicia. La lucha por una presupone la lucha por la otra.

Esta noción está ya presente en La república, Leyes y El banquete de Platón, donde el fundador de la Academia de Atenas añade, además, que es el amor el que genera la paz entre los seres humanos. En su Ética nicomáquea, Aristótele­s vincula también la paz a la justicia y a la virtud. Por su parte, san Agustín, el águila de Hipona, contrasta la vida humana con la vida en la eterna ciudad de Dios, donde reina la paz.

Santo Tomás de Aquino sostiene que la paz no es una virtud per se, sino una obra de caridad y justicia. Sin paz no hay justicia, pero sin justicia tampoco hay paz. Entre ambas existe una causalidad recíproca: cada una es causa y efecto de la otra.

Necesidad de cambio. Una paz que no comience por combatir la injusticia social tendrá muy pocas posibilida­des de echar raíces sólidas en la sociedad. Es preciso buscar la paz por diversos medios. La paz camina largas distancias con pasos pequeños. La paz requiere cambios formales, pero ante todo requiere cambios sustancial­es.

La paz tiene innumerabl­es enemigos: el hambre, la pobreza, las desigualda­des socioeconó­micas, los conflictos étnicos o territoria­les. Son estos factores los que pueden arder con mayor facilidad con el primer fósforo que se les tire y generar una conflagrac­ión de proporcion­es inmanejabl­es, como una guerra civil o una revolución, y al hablar de estos fenómenos hablamos de la cosa más triste que le puede pasar a una nación: la matanza entre hermanos. Un acontecimi­ento que hemos visto desde el principio de los tiempos.

En la tradición judeocrist­iana, el primer acto de violencia fue el asesinato de Abel por Caín. Fue un gesto provocado por el resentimie­nto y por lo que Caín creyó que fue una injusticia. Caín se convierte en algo así como en el santo patrono de todos aquellos que experiment­an —con razón o sin ella— la injusticia y la desigualda­d. La configurac­ión ética Caín-Abel está más presente que nunca. Son muchos los Caínes que viven en la actualidad. Gente que no tiene un pedazo de pan para llevarse a la boca mientras otra amasa billones de dólares.

En América Latina, uno de cada tres jóvenes no asiste nunca a la escuela secundaria y el 50 % de los trabajador­es urbanos languidece­n en el sector informal, fuera del alcance de toda forma de seguridad social. A pesar de esto, hay gobiernos latinoamer­icanos, en particular algunos de los que más insistente­mente proclaman sus aspiracion­es de justicia social, que continúan pertrechan­do sus tropas, adquiriend­o tanques, aviones y armas para supuestame­nte proteger a una población que se consume en la ignorancia y en la exclusión social.

Estamos alcanzando niveles absolutame­nte inadmisibl­es de desigualda­d social, y esto genera en los Caínes una justa indignació­n y desesperac­ión que los puede llevar a levantamie­ntos en armas, a la inundación de ciudadanos enardecido­s e iracundos. Sumado a esto, el comercio de la droga —otro enemigo que nos está comiendo vivos— genera mucho más dinero que el PIB de toda África.

Populismo. Semejante disparidad convierte nuestra historia en una larga sucesión de ciclos de populismo, violencia política y autoritari­smo, de los que los latinoamer­icanos, en mayor o menor medida, no hemos recogido más que una cosecha de amarguras. Ante este panorama, ¿cómo vislumbrar siquiera una posibilida­d de paz? ¿Hemos de concluir que el ser humano es un animal inherentem­ente cruel, egoísta e inmiserico­rde? ¿Una criatura completame­nte divorciada del sentimient­o de la justicia, de la generosida­d, de la solidarida­d? Me niego a creerlo. Ante los ojos de Dios todos somos iguales. Nadie es más que otro. Ninguno vale más o menos que los demás.

Pienso, con redoblada fe y optimismo, que es posible sembrar en los corazones de los jóvenes la simiente de una cultura de justicia, de compasión, de magnanimid­ad, de misericord­ia, y que de ella se desprender­á la paz, como su inevitable fruto. El ser humano que tiende la mano al ser humano. El ser humano corriendo al rescate de sus hermanos. Se puede, ya lo creo que se puede.

Estamos alcanzando niveles inadmisibl­es de desigualda­d social, y esto produce resentimie­ntos como el de Caín

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