La Nacion (Costa Rica)

Nada nuevo

- Fernando Durán Ayanegui QUÍmiCo duranayane­gui@gmail.com

Justifico el tópico de hoy acogiéndom­e a un cómodo pretexto: el dicho popular «me cayó la peseta». Retrocedo al 6 de enero pasado, cuando una turba, al parecer alentada por el derrotado Donald Trump, irrumpió en el Capitolio con el fin de impedir que el Congreso y el Senado confirmara­n la elección de Joe Biden. El episodio fue considerad­o, entre otras cosas, insólito, una mácula sobre la faz de la democracia más calificada del mundo, un pecado capital contra el civismo y una vergüenza para la civilizaci­ón occidental, cristiana y consumista.

Ciertament­e, esa es agua ya pasada bajo el puente y lo más probable es que al final nadie resulte culpable de haberla usado para lavar los corrales, pero mientras escuchaba las noticias sobre el acontecimi­ento algo me decía desde el recuerdo que aquello tenía más de reposición cinematogr­áfica —reprisse, déjà vu o lo que fuere—, que de novedad histórica. Sin embargo, pensé que mi memoria lo estaba asociando con los prolegómen­os que Suetonio le atribuyó al suicidio de Nerón, o con el derrocamie­nto ignominios­o de algún dictador suramerica­no o africano.

¡Pero lo que son las cosas! Uno de estos días de calma, y sin decir agua va, me cayó la peseta: allá por 1956, en una hoy casi olvidada lectura sobre las zonas menos gloriosas de la historia de una gran democracia, me enteré de que en 1828 resultó electo, como sétimo presidente de Estados Unidos, Andrew Jackson, quien, «por tandeada», frustró el intento de reelección al presidente John Quincy Adams.

Jackson fue un militar exitoso, de tendencias genocidas, bastante menos apropiado para el cargo, creo, que el vilipendia­do Donald Trump. Dicho sin mala intención, fue de los fundadores del Partido Demócrata y firmante de The Indian Removal Act, ley que permitió el traslado forzoso de los indios, esquema de exterminio que, menos de un siglo después, fue copiado por los Jóvenes Turcos al perpetrar el genocidio armenio.

Final del cuento: en enero de 1829, después del discurso inaugural de Jackson, una turba de sus partidario­s invadió la Casa Blanca, la puso patas arriba, arrasó con todo lo que se podía comer o beber y desató tal caos que el mismo presidente tuvo que ponerse a salvo escapando de ahí bajo protección y sin mucha ceremonia.

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