Hicimos de la planificación un ‘ritual’
En los últimos 30 años ha habido innovaciones en todos los ámbitos y avances tecnológicos extraordinarios en varias partes del mundo desarrollado. Algunos han llegado al resto de los países gracias a la globalización.
Sin embargo, mientras en los países avanzados resultados muy positivos se reflejan en los indicadores de desarrollo, competitividad, ética y transparencia, bien común e igualdad social, América Latina retrocede o progresa de manera ralentizada.
Múltiples razones históricas y culturales explican la diferencia, pero lo fundamental radica en la forma como se efectúan algunas cosas en uno y otro contexto. Una de ellas es la manera como se concibe y ejecuta la planificación del desarrollo.
Para los vanguardistas, la planificación es un proceso y un medio para lograr acuerdos a largo plazo sobre prioridades y alcanzar objetivos en pro del bienestar general. La participación no se entiende como que todo el mundo tiene que opinar. Prevalece el sentido común y se da espacio a los líderes para que planteen visiones del futuro que recogen el sentir y las expectativas de la colectividad.
Otra virtud vanguardista es entender la creación de valor público como la razón de ser del Estado y sus instituciones, por lo cual son sistemas de planificación que responden a las particularidades de lo público.
Fin con que se hacen las
cosas. En nuestros países, con muy pocas excepciones, la planificación se entiende como un fin, es decir, celebramos la formulación y la publicación de un documento denominado política pública, plan estratégico, plan regulador o simplemente haber suscrito algún pacto o convenio internacional.
Por su parte, la participación es vista también como una finalidad. Si yo no participé, entonces los resultados no son legítimos. Alguna gente coloquialmente dice «todos quieren salir en la foto». Esa es una gran diferencia.
Recientemente, y ampliando la investigación sobre este tema, leí el libro La estrategia emergente: la muerte del plan estratégico, del autor colombiano Antonio Salazar Yusti, en donde de manera clara y bien argumentada señala que nosotros convertimos la planificación en un «ritual».
Podemos constatarlo porque la planificación de nuestras instituciones se produce cada cierto tiempo, con un mismo método secuencial, con visión a corto plazo, sin acuerdos políticos relevantes, con una normativa idéntica y rendimos tributo a las listas de asistencia para demostrar que toda la gente estuvo presente o «validó» el resultado.
Podría agregar que se trata de una receta prescrita independientemente del paciente y la enfermedad, y, para mayor desajuste, es una tradición emergida para el sector privado en los años ochenta y noventa del siglo pasado.
Error simétrico. El ritual comienza probablemente con un diagnóstico situacional, luego una revisión de la misión, la visión y a veces los valores; posteriormente, se establecen unos «pilares estratégicos» y luego las acciones programáticas en la forma de objetivos, indicadores y metas.
Este «ritual» nos lleva a cometer el error simétrico que advertía uno de los mayores exponentes de la prospectiva voluntarista, Michel Godet, al referirse al «sueño del clavo y el riesgo del martillo».
Godet decía que se trata de dos errores simétricos que se cometen en la planificación prospectiva. El primero es ignorar que existen otras herramientas (no solo el martillo) cuando vemos un clavo (el sueño del clavo) y el segundo es al revés, suponer que como conocemos el uso del martillo todos los problemas se asemejan a un clavo y, por tanto, hay que clavarlos (el riesgo del martillo).
La metáfora de Godet llevada a la planificación supone
Una virtud vanguardista es entender la creación de valor público como la razón de ser del Estado
que todos los problemas y necesidades se ven como clavos y, por ello, aplicaremos el mismo método para resolverlos, es decir, el martillo (la planificación estratégica tradicional).
Las consecuencias de tales errores no tardan en aparecer. Una renuncia al pensamiento creativo por el ejercicio mecánico, dejar a un lado la originalidad, un culto a la rutina y disfrutar la zona de confort, pese a que los contextos cambian, la sociedad se torna más compleja y complicada y, sobre todo, aunque los resultados son claramente negativos, según lo revelan los principales indicadores de bienestar.
Espíritus apagados. Para el director de Comfama, David Escobar Arango, «la planeación estratégica tradicional anula la creatividad, embota las mentes y apaga el espíritu». Y por ello en nuestra experiencia práctica, en los talleres para facilitar procesos de planificación, la gente nos manifiesta una frase lapidaria: «Esto es más de lo mismo».
Con mucha razón el autor colombiano Salazar Yusti plantea en el libro mencionado un concepto clave que él llama breakthrough, para referirse a una ruptura con respecto a lo que hoy hacemos como planificación estratégica y formulación de planes.
Los mal llamados planes estratégicos, que son la mayoría, son solo actividades programadas que responden más a la mejora continua que a la estrategia.
La situación en Costa Rica no es diferente de lo descrito para América Latina. La planificación estratégica es el «martillo» y por eso contemplamos un isomorfismo normativo exagerado en la materia, que convierte el diálogo sobre estos asuntos en un ejercicio estéril, pues esa forma de planificar es obsoleta, y seguir insistiendo en ella es proyectar la obsolescencia.
En el país, en los años ochenta del siglo XX, se universalizó el enfoque de la planificación estratégica de la empresa privada en el sector público; y así se mimetizó con las normas creadas en las instituciones que orientan, regulan y fiscalizan la forma de planificación nacional.
Esto nos ha llevado a ver esta noble y trascendental disciplina como un «ritual» con las consecuencias apuntadas.
Pero puede cambiar. Afirmaba el autor y educador chileno Humberto Maturana que «si somos capaces de cambiar nuestras conversaciones, cambiaremos el mundo». Esta es una invitación a dejar de ver la planificación como una fábrica de producir planes y la entendamos como un proceso para establecer prioridades y alcanzar consenso sobre ellas.
Es esencial que comencemos a conversar sobre el largo plazo. La discusión basada únicamente en el presente y cómo salir de donde estamos con soluciones mágicas y promesas que claramente son incumplibles ha generado una pérdida de credibilidad en la planificación.