La Nacion (Costa Rica)

La casa de don Cleto

- Carlos Arguedas R. EXMAGISTRA­DO carguedasr@dpilegal.com

Hay algunas palabras cuyo sentido confundo. No son palabras inusitadas o extravagan­tes, sino de uso frecuente. Me ocurre, por ejemplo, con los términos umbral y dintel: los eludo por todos los medios a mi alcance, y antes que pronunciar­los prefiero callar; la verdad es que no sé qué es lo que está arriba y qué lo que está abajo.

Esta dificultad me inhibe de contar la historia del umbral de nuestra casa. La anécdota no tiene importanci­a; sin embargo, después de todo se refiere a nuestra casa, y también a la gente de Barva, mi tierra natal. Me atrevo a pedirles unos minutos para contarla.

Si alguien conserva alguno y se fija, en los billetes de veinte colones de curso corriente en los años ochenta del siglo pasado, detrás del retrato del expresiden­te Cleto González Víquez aparecen dos casas esquineras, situadas en Barva, de las que en la actualidad solo subsiste la que se ve a la derecha del dibujo, calle de por medio de la otra que es icónica. La otra fue derruida hará cosa de cincuenta años o más.

Antes de que nuestra memoria histórica entrara en franco deterioro, mucha gente sabía que Barva es la cuna de don Cleto, como solíamos llamarlo. De ahí que el billete de 20 colones daba la equivocada impresión de que el ilustre hombre público que fue González Víquez había nacido en una de las dos casas, o de que, por lo menos, había vivido en alguna de las dos.

Pero la verdad es que ni una cosa ni la otra: para comenzar, por la época de su natalicio, acontecimi­ento que ocurrió en octubre de 1858, apenas pasada la Campaña Nacional, esas viviendas no se habían construido. Creo saber dónde estaba su casa, o la de su familia, en otro lugar del mismo pueblo, pero ahora no lo voy a decir.

Sucede que cuando la casa que aparece en el billete, a la izquierda, fue derribada, se tiró la piedra natural que servía de acceso, abandonánd­ola; era una hermosa pieza de artesanía rústica por la que se entraba en la vivienda, o en la que la gente se detenía a ver pasar el entorno y el tiempo, a conversar o esperar que cesaran los aguaceros.

El caso es que rescatamos esa piedra perdida y la empotramos en el umbral de nuestra casa. Aquí reposa, entrañable, siempre útil, siempre cálida, huida del olvido, humilde testigo de pasos que antiguamen­te fueron y que ya no la hollarán más.

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