La infraestructura crítica
Cuando menos 1,4 millones de personas se quedaron sin luz en julio del 2017. Dejaron de funcionar semáforos y se reportaron 70 accidentes de tránsito. El apagón afectó sistemas de distribución de agua potable, el Aeropuerto Internacional Juan Santamaría suspendió operaciones por alrededor de 30 minutos y después las reanudó solo parcialmente. Las calles más transitadas registraron escenas de caos, los comercios cerraron y pasaron horas hasta que el país regresó a la normalidad.
La causa fue un fallo en una de las llamadas infraestructuras críticas —la red de distribución eléctrica— que brinda servicios esenciales a la población. Imaginemos si en plena pandemia sucediera algo similar en los sistemas de salud. Las consecuencias serían catastróficas.
La definición de infraestructura crítica varía según el país. Para la Comisión Europea, se trata de «aquellas instalaciones, redes, servicios y equipos físicos y de tecnología de la información, cuya interrupción o destrucción tendría un impacto mayor en la salud, la seguridad o el bienestar económico de los ciudadanos o en el eficaz funcionamiento de los gobiernos».
En Estados Unidos, el Departamento de Seguridad Nacional indica que proteger y garantizar la continuidad de la infraestructura crítica es fundamental para resguardar la seguridad, la salud pública, la vitalidad de la economía y el estilo de vida de los estadounidenses. Los países donde mejor se protegen de estas eventualidades incluyen en sus listas energía, agua, transporte, salud, comunicaciones, finanzas, gobierno. Han evaluado con detalle su criticidad y estudiado sus interdependencias. Estados Unidos, Canadá y España cuentan con un marco legal y organizacional robusto para la prevención, protección y estrategia para la resiliencia de estas actividades.
En nuestro país, de acuerdo con la Ley Nacional de Emergencias y Prevención de Riesgos (8488), son instalaciones vitales las redes de agua y alcantarillado, los sistemas de telecomunicaciones y energéticos (centrales eléctricas y redes, oleoductos y gasoductos), la infraestructura de transporte (carreteras, puertos y aeropuertos) y salud.
Sin embargo, el informe Gobernanza de la resiliencia en la infraestructura crítica en Costa Rica, presentado por el BID y la OCDE, indica que no existe una evaluación nacional sistemática o sectorial de criticidad que clasifique cada sector enumerando los activos individuales que los componen.
El gobierno, dice el documento, no lleva a cabo evaluaciones de interdependencia para la infraestructura crítica ni mantiene un inventario crítico de activos.
En otras palabras, dependemos de las evaluaciones que cada operador (ICE, AyA, Recope, etc.) efectúe. Si aceptamos que toda cadena es tan fuerte como su eslabón más débil, tenemos motivos para anhelar que se fortalezcan los procesos que garanticen la continuidad de estos activos.
El estudio detalla que en Costa Rica el intercambio y la coordinación intersectorial son limitados entre los operadores (en su mayoría públicos) y el gobierno, mientras la experiencia internacional apunta a que la colaboración público-privada y la generación de plataformas intersectoriales más amplias son eficaces para la resiliencia.
En España, por ejemplo, el Centro Nacional para la Protección de las Infraestructuras Criticas reúne a actores públicos y privados que asesoran al secretario de Estado de Seguridad y coordinan con las reparticiones públicas y los gestores de infraestructuras esenciales.
La pandemia de la covid-19 ha dejado aún más expuesta la relevancia de los activos críticos. Los Estados deben ejecutar exhaustivos análisis de riesgo, anticiparse y asegurar la resiliencia de sus infraestructuras.
El sector privado costarricense puede aportar conocimiento y experiencia para alcanzar los objetivos cuanto antes. No debemos esperar a que ocurra el próximo desastre para actuar.