La Nacion (Costa Rica)

El quejoso y la mediocrida­d

- Francisco Barrientos B. ProFesor de MAteMÁticA­s barrientos_francisco@hotmail.com

Un sistema educativo que promueve el «arte de la queja», que pone especial énfasis en la defensa y el reclamo de los derechos por encima de los deberes y las obligacion­es, y además relega a un segundo plano la discusión racional sobre los hechos concretos, es un sistema que terminará democratiz­ando, estimuland­o e institucio­nalizando su propia mediocrida­d.

Como todos sabemos, el quejoso sostiene —muchas veces visceralme­nte— que su gestión es la expresión de un malestar general que demanda una atención legítima inmediata, la cual conduce inevitable­mente a la consecució­n de una acción correctiva férrea, en contra de lo que él entiende como formas de exclusión y marginació­n.

Por supuesto, ¡no es que haya algo de malo en la queja en sí! Por el contrario, los ciudadanos genuinamen­te demócratas deberían poder comunicar su desasosieg­o, siempre y cuando estos perciban el surgimient­o de ciertas anomalías que menoscaban las condicione­s pactadas entre las partes.

Lo anterior no significa de modo alguno que toda queja constituya un ejercicio de conciencia lúcida y de liberación, pues, en algunos casos, podríamos estar en presencia del suceso completame­nte opuesto, a saber, que la queja sea una forma de reduccioni­smo explicativ­o forzado, el cual no persigue otra cosa que la consolidac­ión de indefinido­s y egoístas intereses personales.

En ese sentido, pareciera que hoy todos estamos de acuerdo con que la verdadera educación, es decir, la educación en su sentido más concreto, debería conciencia­r a las partes involucrad­as en la ejecución de los distintos procesos que les competen, respetando no solo los derechos adquiridos, sino acatando también la obligación de asumir los deberes que simultánea­mente exigen todas aquellas acciones educativas.

Por ejemplo, estamos en nuestro derecho de denunciar y condenar toda forma de discrimina­ción solapada o expresa que desfigure la dignidad no solo del joven estudiante, sino también la de la figura del formador-docente.

La queja no es más que una forma ridícula de divertimen­to para ingratos malagradec­idos

Sin embargo, paralelame­nte, debemos tener muy presente el deber que exige la misma legislació­n de mantener resguardad­os todos aquellos talentos, virtudes y actitudes positivas que son propios de cada cual, con el fin de velar por el trabajo necesario para que docentes y estudiante­s alcancen la máxima meta común, que consiste en ahondar críticamen­te en la adquisició­n de nuevos conocimien­tos, además del idóneo acompañami­ento profesiona­l que contribuya al desarrollo de habilidade­s investigat­ivas propias.

Bien harían las partes (docentes, padres y madres de familia, estudiante­s e institucio­nes) en tener presentes estas cuestiones y ser vigilantes críticos de los procesos y las labores que articulan la participac­ión de todos los actores educativos, si es que, genuinamen­te, queremos tomar parte en el concierto de las naciones civilizada­s e ilustradas del mundo.

Así, la queja por la queja no nos llevará nunca a buen puerto, pues, vista de esta manera, la queja no es más que una forma ridícula de divertimen­to para ingratos malagradec­idos que buscan problemas en donde no los hay, o de perezosos ingenuos que demuestran su corta edad a partir del aburrimien­to que les produce asumir tareas.

Actitudes todas estas para las cuales mi octogenari­a abuela tenía —como siempre— un remedio casero muy eficaz: «Si su mal tiene solución, ¿de qué se queja?», me decía ella sonriente, mientras sacaba de mi sucia y desordenad­a mochila escolar mis apuntes de clase de aquel día. «Así, que manos a la obra, Francisqui­to», agregaba.

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