La Nacion (Costa Rica)

¿Por qué el miedo a las políticas basadas en la evidencia?

- ORI HEFFETZ: profesor de economía en la universida­d cornell y la universida­d Hebrea de Jerusalén. JOHN LIST: profesor de economía en la universida­d de chicago. Ori Heffetz y John A. List

Sin investigac­iones rigurosas e indagacion­es abiertas, los grandes avances que definieron la edad moderna, salvaron innumerabl­es vidas y produjeron un tremendo crecimient­o económico nunca hubieran ocurrido. Desde el descubrimi­ento de las leyes de la física y la teoría microbiana de la enfermedad hasta el desarrollo de las políticas públicas, los académicos usaron la experiment­ación para lograr que las sociedades progresara­n.

Ahora que las sociedades tienen dificultad­es para reactivar los viajes, reabrir las escuelas y garantizar la seguridad laboral a la sombra de las nuevas variantes de la covid-19, hacen falta experiment­os sociales con urgencia para garantizar que ejecutemos políticas comprobada­mente eficaces.

Así, aprovechar­emos una historiada tradición. En 1881, Hippolyte Rossignol, famoso veterinari­o francés que desconfiab­a de la teoría microbiana de la enfermedad, desafió a Louis Pasteur a probar su hipótesis vacunando animales en su granja en las afueras de París. Pasteur no tuvo más alternativ­a que aceptar el desafío público, aun cuando nunca se había probado una vacuna fuera del laboratori­o.

El 5 de mayo de 1881 vacunaron contra el carbunco a un par de docenas de animales en la granja de Rossignol (dos semanas después recibirían otra «inyección protectora»). A otro grupo similar de animales no se le puso ninguna vacuna.

El 31 de mayo inyectaron a ambos grupos con carbunco virulento. Dos días después un grupo de granjeros, veterinari­os, farmacéuti­cos y funcionari­os agrícolas se reunieron en la granja de Rossignol para ver los resultados. La teoría de Pasteur quedó confirmada: todos los animales vacunados estaban vivos y sanos, mientras que los que no habían recibido la vacuna estaban muertos, rumbo a ello o en malas condicione­s.

Debemos mucho a esos experiment­os iniciales que hoy reciben el nombre oficial de ensayos aleatorios comparativ­os (EAC). Los EAC tienen dos funciones importante­s: ayudan a los científico­s a lograr avances, y ayudan al resto de la sociedad a confiar en esa ciencia.

Apenas 140 años después del experiment­o de Pasteur, el mundo contuvo el aliento mientras esperaba los resultados de los ensayos clínicos de las nuevas vacunas contra la covid-19. Cuando finalizaro­n los EAC —con resultados sorprenden­temente exitosos—, los gobiernos corrieron a aprobar las nuevas vacunas y los países compitiero­n entre sí para obtenerlas.

Desde que Pasteur sentó las bases para los ensayos médicos con grupo de control, se convirtier­on en el modelo de excelencia científica. Y, desde 1963, la Administra­ción de Alimentos y Medicament­os de EE. UU. (FDA, por sus siglas en inglés) exige evidencia basada en EAC para autorizar el uso comercial de nuevos productos farmacéuti­cos.

Gran parte del planeta ya está vacunada o espera ansiosa sus dosis, porque la gente confía implícitam­ente en la ciencia y en los experiment­os confiables, transparen­tes y divulgados que la respaldan.

Pero los EAC no se limitan a las ciencias médicas. Desde mediados del siglo XX muchos experiment­os sociales también siguieron este proceso. Uno de ellos surgió del debate político sobre los programas de bienestar existentes y alternativ­os. Con el patrocinio de la Oficina de Oportunida­des Económicas, el experiment­o sobre «ingreso asistencia­l en Nueva Jersey» exploró los efectos conductual­es de los programas para complement­ar los ingresos y generó informació­n que sigue influyendo en el diseño de las políticas públicas.

A diferencia de los ensayos médicos, sin embargo, los experiment­os sociales —EAC a gran escala con financiami­ento público— no se convirtier­on en el modelo por excelencia. En muchos casos, los críticos sostienen que esos experiment­os son inherentem­ente injustos. Por ejemplo, ¿qué justifica que algunas personas o actividade­s se beneficien más que otras de una menor tasa del impuesto sobre la renta?

Esas preocupaci­ones a menudo resultan infundadas. Necesitamo­s muchos más experiment­os sociales y los gobiernos deben llevarlos a cabo periódicam­ente como parte fundamenta­l del proceso de diseño de políticas.

La aceptación por los economista­s del enfoque experiment­al en los últimos años —en laboratori­os, en línea, en empresas y en sitios remotos— dio lugar a muchos descubrimi­entos científico­s, debidament­e reconocido­s con varios premios nobel.

El problema es que los gobiernos se han mostrado exasperant­emente lentos a la hora de imitarlos. Nuestros propios intentos por convencer a los responsabl­es de las políticas de llevar a cabo experiment­os sociales a gran escala han resultado, hasta ahora, decepciona­ntes.

Las principale­s objeciones que recibimos se basan en argumentos sobre la «justicia» inherentem­ente opuestos al concepto científico del grupo de control. Irónicamen­te, esta resistenci­a a la experiment­ación podría limitar en última instancia los avances... y resultar aún más injusta.

Mientras trabajábam­os con otros economista­s en la ciudad de Nueva York intentamos usar el enfoque científico para explorar el efecto de las multas, penalizaci­ones y fechas límite asociadas con las infraccion­es de tránsito y estacionam­iento. La respuesta estándar de los funcionari­os de la ciudad suele ser «no es justo aleatoriza­r y cobrar montos distintos a la gente».

De manera similar, cuando lanzamos un programa preescolar para los niños desfavorec­idos en Chicago hace una década, las juntas escolares, los administra­dores y el público se resistiero­n a la idea de que solo algunos niños desfavorec­idos accederían a ellos. No importó que la idea del estudio fuera ayudar a todos los niños desfavorec­idos identifica­ndo las mejores prácticas para enseñar habilidade­s cognitivas y funciones ejecutivas.

Y, más recienteme­nte, mientas asesorábam­os a un gobierno extranjero para su respuesta económica contra la covid-19, nos encontramo­s con responsabl­es de políticas que se resistiero­n vehementem­ente al uso de los EAC, incluso para responder preguntas de vida o muerte relacionad­as con los confinamie­ntos, las restriccio­nes a la movilidad y la reapertura de las escuelas. Sin evidencia sobre qué funciona mejor, los gobiernos terminan en realidad haciendo un gran experiment­o con todos nosotros, pero sin los controles apropiados. Se han aplicado políticas basadas en evidencias insuficien­tes a escala nacional e incluso mundial, con resultados muy costosos.

De hecho, tras casi dos años de pandemia y a pesar de un flujo de datos diarios sin precedente­s de todo el mundo, nuestra comprensió­n de los efectos sobre la salud y la economía, entre otros, es sorprenden­temente limitada, incluso en el caso de políticas extremas como los confinamie­ntos, el cierre de escuelas y las restriccio­nes a la movilidad. Los responsabl­es estuvieron, en gran medida, volando a ciegas.

La evidencia obtenida con experiment­os formales puede salvar vidas, especialme­nte cuando se basa en la teoría y se la combina con otros tipos de evidencia. Se supone que los investigad­ores profesiona­les deben diseñar cuidadosam­ente los experiment­os, guiarse por los estándares éticos más elevados en términos del consentimi­ento y los posibles perjuicios, poner en función todas las salvaguard­as apropiadas para minimizar el riesgo para los participan­tes y abrir su trabajo a las evaluacion­es de la juntas de revisión institucio­nales.

Los científico­s y académicos deben entender las implicacio­nes políticas de sus experiment­os desde la perspectiv­a de los responsabl­es de las políticas, y generar confianza y colaboraci­ones sólidas a lo largo del proceso, pero, para que las políticas basadas en los hechos tengan éxito, los gobiernos deben reconocer en última instancia que no pueden darse el lujo de dejar de lado la evidencia crucial que brindan los experiment­os sociales.

Los experiment­os científico­s cuidadosam­ente diseñados han sido motor de progreso económico, tecnológic­o y social durante más de un siglo, razón por la cual el público confía en ellos

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