La Nacion (Costa Rica)

Nicoya y su mundo de madera

- Clotilde Fonseca clotilde.fonseca@gmail.com

Todavía recuerdo con emoción aquel recorrido corto y único por el río que parte a Budapest en dos y al que tuve la suerte de llegar gracias a una repentina alineación de los astros en una tarde-noche ya lejana.

Para mi asombro, poco después de embarcar, el recorrido se llenó de luz, melodías y poemas. La ciudad se convirtió en algo sorprenden­te. Desde el río, las lámparas de la pequeña embarcació­n alumbraron trozos de su historia, contornos de calles y edificios: esa síntesis de tiempos y estructura­s dibujó de repente la visión de un pueblo, un espíritu, una gente.

La voz de sus poetas articuló el recorrido. La incursión en aquella experienci­a tenía en la base un emprendimi­ento turístico inusual: la ingeniosa creación de alguien que tuvo las agallas y la imaginació­n para mostrar la historia y la cultura de su entorno desde una óptica artística, poderosa y distinta.

Algo semejante me ocurrió cuando encontré ese libro estupendo que hace poco publicó Alexander Jiménez sobre su tierra natal: Las formas de la madera: casas, escuelas e iglesias de Nicoya. La obra fue para mi otro viaje inesperado que iluminó de forma nueva aquellos territorio­s y edificacio­nes geográfica­mente más cercanos, pero también distantes en el tiempo.

Al igual que en el viaje referido, el recorrido del libro estuvo acompañado de imágenes y luminosida­des. Desplegó, asimismo, la voz y la visión de los poetas. De repente, Nicoya se llenó de nuevos ángulos, rincones y dimensione­s. Su territorio no estaba ya solo de espaldas a la playa, brillaba con luz propia, como quiere su autor.

Esta nueva obra de Alexander Jiménez, sin embargo, es mucho más de lo que anuncia su título. Desborda —y por mucho— el simple registro de lo construido hace ya entre 70 y 100 años por un grupo de hábiles carpintero­s que levantaron edificacio­nes de madera rústica que aún subsisten.

Ellos supieron alinear y tallar ventanas, puertas, paredes, techos, salones, verjas, barandas y contornos de esas tres estructura­s esenciales en nuestros viejos pueblos: la casa, la escuela y la iglesia.

Este es un libro que recoge, recrea y ofrenda —¡sí, como si fuera un regalo!— algunos de los espacios y rincones más sencillos e icónicos de Nicoya. Su hermosa fotografía y su concepción misma, al igual que lo poético de sus textos, apelan a lo íntimo, a lo sensorial, al asombro primigenio, a lo estético.

Esas imágenes no solo incentivan la conciencia histórica y la contemplac­ión: despiertan percepcion­es y avivan emociones. La obra

En su nuevo libro Alexander Jiménez desborda el simple registro de lo construido hace ya entre 70 y 100 años

logra acercarnos a eso que Alexander Jiménez ha llamado la «educación de la mirada y de la sensibilid­ad».

Al tener el libro en nuestras manos, se hace evidente que su nombre no nos prepara para el golpe estético y la emoción que sus páginas nos asestan desde un primer momento. Más que en la mente, la experienci­a visual y la lectura repercuten en la piel, en lo más primario de nuestros sentidos. La obra sacude las sinuosidad­es de nuestra memoria; reactiva los mapas neuronales de la infancia que parecían dormidos.

Con enorme fuerza sinestésic­a, nos conmina a palpar, a escuchar lo visible.

Nos obliga a detener la mirada en las superficie­s, a degustar sus brillos y sus claroscuro­s, y a intentar vislumbrar lo que quedó fuera del marco que definió la cámara.

Ante nosotros aparecen de repente los habitáculo­s sencillos, y a un tiempo misterioso­s, de las casas viejas, sitios en su gran mayoría solitarios y deshabitad­os. Al contemplar­los en medio de su silencio ancestral, se activa la imaginació­n, resucitan personajes e historias que casi podemos adivinar por entre los tablones. Estamos ante lugares, estructura­s y objetos simples y nítidos, imbuidos de una poesía visual austera, pero contundent­e.

Para comprender la propuesta del libro basta con asomarse por la gastada y entreabier­ta puerta azul violeta que nos recibe en las primeras páginas o sentarse imaginaria­mente en la silla que espera junto a la ventana de una habitación vacía, mientras el viento corre su cortina.

Basta con mirar los petatillos que dibujan ramas, hojas, flores, estrellas y que fueron diseñados previsoram­ente para que por entre ellos se cuelen el aire y la luz que animan los espacios. En el interior de las casas e iglesias es imposible no escuchar el silencio que nos lleva a otros tiempos. Por los corredores de las escuelas vacías se perciben, sin esfuerzo alguno, el sonido de la campana y el correr de los niños.

Este libro se afinca en la memoria y el recuerdo. No cae, sin embargo, en el lamento nostálgico. Nos ofrece una óptica ante todo existencia­l que nos obliga a escudriñar lo que está y lo que falta; lo que ocurrió y lo que podría suceder. Produce sensacione­s que remueven afectos y nos permiten ser en medio de ese espacio y ese tiempo.

¿Qué nos dice todo esto? ¿Qué cosa documenta si no es la vida humana que ha quedado impregnada en esos sitios a pesar de la ausencia casi absoluta de gentes que discurran por ellos?

El autor lo resume hermosamen­te: «Como miles de estrellas cuya luz nos sigue llegando en diferido, cuando ya han desapareci­do, estas edificacio­nes cargan encima iluminacio­nes de otro momento. Pero, a diferencia de aquellas estrellas, estos lugares amados siguen en pie y hacen evidente otra forma de habitar nuestras ciudades y pueblos».

Estamos ante una producción valiosa y refrescant­e. Resulta indiscutib­le la calidad de las fotografía­s de Cristina Díaz y Jasmín Jiménez. Los estupendos textos de Alexander Jiménez definen su visión, su tono y su estructura. Vienen acompañado­s de otros escritos también poéticos y reflexivos de Camilo Retana, Jeyner Gamboa, Rebeca Woodbridge y Víctor Hugo Acuña, autores invitados cuyos aportes potencian la trama de la obra en asocio con las fotografía­s. El diseño del libro refleja el trabajo sensible y cuidadoso que María Fe Alpízar realizó con el autor.

Es muy reconforta­nte que este libro haya contado con el respaldo de la Municipali­dad de Nicoya y de un grupo pequeño de personas y empresas amantes de la región que contribuye­ron a hacer posible este pequeño milagro —¡milagro, sí!— porque esta es una producción espléndida, surgida de una extensa investigac­ión del autor y plasmada, además, con gran riqueza visual y textual.

No es común que todos estos elementos se junten y fluyan al unísono en nuestro medio. Este es un libro-experienci­a que nos deja una huella. Estamos, por lo tanto, ante un esfuerzo creador que no debería pasar inadvertid­o.

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CorteSÍa de aleXaNder JIMÉNeZ Capilla de Mansión de Nicoya tal como aparece en el libro.
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