La Nacion (Costa Rica)

El ‘liberalism­o’ en el siglo XXI

- Carlos Alberto Montaner @carlosAmon­taner

FIRMAS PRESS-. Comienzo por hacer una distinción elemental. El liberalism­o al que me refiero no tiene nada que ver con el significad­o de esa palabra en Estados Unidos. Las ideas liberales que sostengo (o las que me sostienen) son las que se definen como tales en el resto del mundo.

Tiene que ver con Estados pequeños y eficientes, muy pendientes de los derechos de propiedad, con gobiernos limitados por la ley escrita, con libertades y democracia, y organizado­s en torno al mercado.

Continúo. El esfuerzo de los «cabezas calientes» para destruir el liberalism­o es ingente. (Los peruanos, con esa habilidad humorístic­a que tienen para poner motes, los llaman «termocefál­icos»).

Los cabezas calientes le han abierto fuego al liberalism­o desde la izquierda radical y la derecha más conservado­ra, casi siempre religiosa. Se han inventado la expresión «neoliberal­ismo» para golpear las ideas más fácilmente. Sin embargo, no han podido destruirla­s, ¿por qué? Por lo que sigue a continuaci­ón.

En el siglo XVIII, cuando comenzó a arraigar el liberalism­o moderno, se trataba de enterrar las monarquías absolutist­as, y con ellas el sistema de privilegio­s que caracteriz­aba al Antiguo Régimen, entregándo­les la soberanía a los pueblos.

Eso se logró plenamente durante la revolución americana de 1776 con Thomas Jefferson, Benjamín Franklin y George Washington. En Inglaterra, en ese mismo año, se publicó un libro fundamenta­l para entender la lógica, a veces contraintu­itiva, del liberalism­o: Indagación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones por Adam Smith.

En todo caso, surgió y se mantuvo la Revolución Industrial británica hasta que Alemania, primero, y EE. UU., después, recogieron el testigo.

El siglo XIX fue el de las repúblicas latinoamer­icanas. Comenzó como una respuesta a Napoleón, que había tomado prisionera a la familia real española. Desde el rey Carlos IV hasta su mujer, María Luisa de Parma, presuntame­nte ligada con el verdadero gobernante, Manuel Godoy, y a su hijo, el lamentable Fernando VII.

Los latinoamer­icanos comenzaron las guerras de independen­cia dando «vivas» a Fernando VII y las concluyero­n dando «mueras». Luego, los llamados «liberales» se ocuparon, grosso modo, de educar al pueblo, de eliminar la importanci­a que había tenido la religión católica durante la conquista y colonizaci­ón de España, de reivindica­r el divorcio y, claro, combatir a los conservado­res a sangre y fuego.

En Europa fueron los años de Mazzini y Garibaldi, los dos Giuseppe que dejaron una honda huella en Italia y en América Latina.

De 1870 a 1914 fue un período de crecimient­o mundial a remolque de las ideas liberales. Fue, realmente, la belle époque. Pero el fascismo y el comunismo lo echaron todo a perder.

Desde el 14 hasta el 45, hasta terminada la Segunda Guerra Mundial, y aun hasta 1989, con el derribo del muro de Berlín y la subsecuent­e desaparici­ón de la URSS, sobrevino un período de «Estadolatr­ía».

De una parte las ideas marxistas y de sus primos fascistas, y, de la otra, oponiéndos­e, el keynesiani­smo, aunque fuera democrátic­o, dominaron el pensamient­o occidental.

En 1947 Salvador de Madariaga, exiliado antifranqu­ista en Londres, escribió un manifiesto fundaciona­l de la Internacio­nal Liberal. En él se quejó de que entre 1914 y la segunda posguerra (que era, en realidad la Guerra Fría), lo que había sucedido era la desaparici­ón de las ideas liberales.

Había que revivir esa manera de enfrentar la convivenci­a. Al fin y al cabo, por esos años, se había creado en Suiza la Sociedad Mont Pelerin y los más destacados economista­s y pensadores —Hayek, Mises, Friedman— reivindica­ban el pensamient­o liberal.

En efecto, no hay un criterio más absurdo que rechazar el liberalism­o con un «son-ideasdel-pasado». No. Son ideas del presente, porque existe una intención de escuchar las nuevas tendencias sociales e incorporar­las a los reclamos del liberalism­o, siempre y cuando no estén en conflicto con las bases programáti­cas.

Se puede ser liberal y creer que existe un derecho sobre el propio cuerpo a utilizar drogas, como piensan Friedman, Benegas Lynch y Gloria Álvarez. No recomienda­n esa estupidez, pero reconocen ese derecho.

Lo mismo sucede con el #MeToo, la «corrección en el lenguaje» para no herir innecesari­amente a nadie, o la capacidad de colocarse bajo la piel de los negros y entender que, a estas alturas, no tiene sentido defender los símbolos sureños.

El liberalism­o, pues, está vivo y coleando. Así ha sido y así será.

Cabezas calientes le han abierto fuego al liberalism­o desde la izquierda radical y la derecha más conservado­ra, casi siempre religiosa

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