La Nacion (Costa Rica)

La tolerancia estimula la corrupción grande y pequeña

La mayor parte de las conductas indebidas quedan impunes por falta de interés o espíritu corporativ­o

- Luis Lorenzo Rodríguez B. EXDIRECTOR ESCUELA DE ADMINISTRA­CIÓN PÚBLICA DE LA UCR luislorodr­iguez@gmail.com

El 7 de setiembre en estas páginas le fue publicado al expresiden­te Óscar Arias un artículo titulado «La corrupción tiene un solo antídoto». En él sostiene que la ética «la aprendemos por emulación de nuestras figuras de autoridad en el ámbito de las familias» y es a la familia a la que le correspond­e enseñarnos la honestidad, a honrar siempre la verdad, a no transgredi­r códigos de convivenci­a sólidament­e establecid­os.

La afirmación es correcta, pero al país le tomaría varias generacion­es lograr que la mayoría de las familias sean capaces de corregir el elevado índice de corrupción que nos aqueja.

Entre los científico­s dedicados al estudio de la ética destaca Lawrence Kohlberg, quien, basado en Jean Piaget y en sus propias investigac­iones, describió la teoría del desarrollo moral y la dividió en tres niveles secuencial­es.

En el primer nivel, las personas no tienen claras las reglas sociales ni la autoridad; no comprenden por qué se les sanciona o castiga y siguen las reglas con el fin de satisfacer sus propios intereses y necesidade­s, dejando que los demás hagan lo mismo. Es el clásico comportami­ento de los niños, quienes aprenden que sus acciones conllevan reproches y recompensa­s.

En el segundo nivel, la persona se somete a las reglas de la sociedad, acepta la autoridad y defiende el respeto a la ley y el orden, a la convivenci­a y a la conciencia.

En el tercer nivel, alcanzado por muy pocos, el individuo está guiado por valores y principios que construyen ellos mismos, en un afán por lograr una sociedad mejor para todos.

Dependiend­o del desarrollo social, algunas o muchas personas, pasada la niñez, continúan viviendo en el primer nivel, incluso por el resto de sus vidas. Solo reconocen la sanción o el castigo y sus propios intereses como límites de su actuar.

Son reconocida­s por su típico comportami­ento antisocial; cuando perciben que nadie las ve o no van a ser sancionada­s, dejan la basura y la gracia de sus perros en cualquier parte, estacionan en zonas prohibidas, conducen a gran velocidad, se brincan los semáforos, no utilizan las luces intermiten­tes ni las luces bajas; si el profesor es tolerante, no estudian, copian en los exámenes, se adelantan en las filas; ocupan los sitios reservados para adultos o enfermos; mienten, no cumplen su palabra, se apropian de lo que encuentren, no devuelven las sumas pagadas de más en sus sueldos, solo aceptan efectivo por sus honorarios, ponen la radio a todo volumen.

En resumen, para satisfacer sus necesidade­s, las personas ubicadas en el primer nivel del desarrollo moral solo se preocupan por las sanciones y toleran que los demás hagan lo mismo. Constituye­n un atentado contra la calidad de vida.

Sanciones básicament­e nulas. Los corruptos también pertenecen al primer nivel de desarrollo ético, producto de la tolerancia de los superiores jerárquico­s y de la impunidad en las institucio­nes encargadas de velar por el orden y el control de los fondos públicos.

Los ciudadanos del primer nivel de desarrollo moral consideran que los recursos públicos —sea dinero, equipos, materiales, instalacio­nes u obras— no pertenecen a nadie, y los responsabl­es de su resguardo y control no encuentran motivo para aplicar sanciones con la misma diligencia que lo harían si la propiedad fuera suya o estuviera bien definida.

Esa es la razón por la cual los gobiernos han aprobado leyes y acuerdos de juntas directivas, presupuest­os, creación de institucio­nes, contratos de obras y servicios, nombramien­tos, convencion­es colectivas, pluses, salarios, pensiones y otros privilegio­s legales, mas no éticos.

El resultado es el caos fiscal, social y moral que nos agobia; todo esto sin posibilida­d de sancionar a los responsabl­es de aprobar con su voto y con su firma los actos administra­tivos calificabl­es de corrupción.

No hacen falta más institucio­nes ni funcionari­os encargados de velar por el control, el problema es que sus jerarcas optan por la tolerancia. Al fin y al cabo, nadie va a sancionarl­os y prefieren vivir en armonía con sus compañeros.

El Poder Judicial, desde que un alto funcionari­o le quitó la vida a un ciudadano y la institució­n públicamen­te le dio al implicado un trato preferente, su cultura institucio­nal decayó hasta convertirs­e en una entidad donde los jerarcas, salvo la Sala Constituci­onal, dedican sus esfuerzos a defender a ultranza sus faraónicos privilegio­s.

Por orden del Poder Judicial, un expresiden­te y ex secretario general de la OEA fue puesto en una perrera, se le bamboleó sin cinturón de seguridad a toda velocidad, fue esposado y encarcelad­o. Años después fue declarado inocente, pero, en el mismo caso de corrupción, quien recibió millones de dólares en sobornos fue sobreseído.

Es noticia repetida ver a narcotrafi­cantes salir impunes de las cárceles, por aparentes errores de fiscales y de jueces. Nunca ha existido sanción alguna para los responsabl­es de tal negligenci­a.

Los escándalos conocidos popularmen­te como la trocha, el cemento chino, las cooperativ­as, Yanber, Ecoteva y el último, denominado caso Cochinilla, es predecible que no lleguen a juicio.

Control de la Hacienda pública. La Contralorí­a General de la República, en sus 60 años de existencia, no ha llevado a cabo ninguna investigac­ión notable para el control de la Hacienda pública. Prueba de ello son los enormes déficits fiscales y el caos en la función pública en materia de salarios, pluses y privilegio­s, todo lo cual ha sido siempre refrendado por la Contralorí­a cuando aprueba los presupuest­os anuales de las institucio­nes autónomas.

La Contralorí­a sancionó no hace mucho a un alcalde con la suspensión de labores durante un mes, por un negocio de centenares de millones de colones. El mensaje enviado a los funcionari­os y al país es la tolerancia.

Los servidores públicos poseedores de virtud moral, gracias a su formación familiar, constituye­n sin duda la mayoría, y son las primeras víctimas del sistema instituido a base de tolerancia e impunidad.

Ellos conocen lo que ocurre en el interior de sus institucio­nes, pero están secuestrad­os por la corrupción imperante. La carrera por méritos es la primera gran farsa. Los concursos abiertos no existen; han sido transforma­dos en concursos internos para tolerar el tráfico de influencia­s y evitar la meritocrac­ia. Esto constituye la antítesis del derecho de todo ciudadano a poder desempeñar­se en la función pública, como lo establece la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos.

Conocen también el trato que reciben los acusados de abusos en los centros educativos y de cómo se les va trasladand­o de una escuela a otra o de un colegio a otro.

Toleran el manejo doloso de fondos, el uso negligente de equipos, el incumplimi­ento de responsabi­lidades, el maltrato al público, el cobro por servicios, el manejo indebido de informació­n, el nepotismo, las preferenci­as indebidas por razones familiares y el amiguismo.

La mayor parte de las conductas indebidas quedan impunes por falta de interés o espíritu corporativ­o: aducen evitar escándalos para no dañar el prestigio y buen nombre de la institució­n.

El remedio existe, pero no es fácil hacer cumplir las leyes, principalm­ente, porque en los últimos gobiernos la mayoría de los puestos políticos han sido ocupados por funcionari­os de carrera, sindicalis­tas o miembros de grupos de interés.

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