Decidir y votar
En el curso de la vida tomamos infinitas decisiones. Apenas reparamos en ello: si lo hiciéramos cada vez que se ofrece, tropezaríamos, nos horrorizaríamos y quedaríamos paralizados, sin posibilidad de decidir. Decidimos a cada paso, espontáneamente, en cualquier circunstancia y por cualquier motivo, hasta cuando ni siquiera nos damos cuenta de que lo hacemos, y sobre todo entonces: el ser humano es un animal que decide, aunque en la mayoría de los casos no percibe que lo hace. Pero hay una peculiar modalidad de decisión de la que somos conscientes, porque generalmente se rodea de ciertos protocolos: es cuando la decisión se cristaliza en un voto, en cualquier caso o por cualquier razón, como resultado de nuestra condición gregaria.
Votar no es algo que le suele ocurrir a la gente. Los supuestos son escasos. Hay quienes no han votado nunca, porque esta es una manera excepcional de decidir: es la manifestación concreta de una función, y hay gente que jamás ha desempeñado una función, cualquiera que sea, porque no ha podido, no ha querido o no ha tenido oportunidad ni necesidad de hacerlo. Por consiguiente, como acción que suele pertenecer a pocos, votar es, en cierto modo, un privilegio.
Cuando hablamos de votar, lo primero que se viene a la cabeza es el sufragio, función cívica primordial, como la define la Constitución. Pero esta función no es más que un ejemplo, muy importante por cierto, de la acción de votar, que es exigida en diversas ocasiones.
He tenido la fortuna de experimentar dos oficios distintos que tenían en común la obligación de votar: el de juez y el de legislador. En ninguno de los dos se admite la abstención como participación que declina decidir. En ambos, la decisión está precedida de la deliberación, pero mientras en el primer caso esta se realiza en privado, en el seno del tribunal, en el otro tiene lugar frente al público. De ahí que las razones o sinrazones del legislador es preciso que se conozcan con antelación, mientras que al juez le está prohibido expresar o insinuar fuera de su tribunal su opinión respecto de los asuntos que está llamado a resolver. Dentro de ciertos límites, nada obsta para que el legislador comprometa u ofrezca su voto, cosa que al juez le está vedado. El oficio judicial impone comedimiento y recato: en cambio, nada impide al legislador hablar más de lo necesario.