La Nacion (Costa Rica)

A mi manera

- Roberto Protti Quesada rprotti@geotestcr.com

Hasta la medianoche del 22 de octubre, el volcán Cumbre Vieja había lanzado unos 192.000 metros cúbicos de lava que cubrían un área aproximada de 8.910.000 metros cuadrados.

Ubicado en La Palma, islas Canarias, arrasó, cuando menos, 2.122 edificacio­nes y 65 kilómetros de calles y carreteras. Todo esto sin contar los acueductos para casas y edificios, los canales de irrigación, alcantaril­las, áreas públicas, parques, zonas verdes, cables de energía, plantacion­es de banano (plátano, a lo canario), parques industrial­es.

Hay dolor, pena y sufrimient­o provocados no solo por las pérdidas materiales, sino también por la destrucció­n de la historia, de antiquísim­os barrios y caseríos de El Paraíso, Todoque, El Pedregal y La Laguna, que datan de los tiempos en que Colón pasó por Canarias en su primer viaje de exploració­n hacia el oeste, a finales del siglo XV.

Contabiliz­ar el perjuicio de un desastre natural de tal magnitud será casi imposible: costo unitario del terreno, del área de construcci­ón promedio en La Palma, calles, caminos, carreteras, puentes, acueductos, líneas eléctricas, etc. El número resultante, en quién sabe cuántos años de estudios, será absolutame­nte conservado­r.

Nada contabiliz­a lo que hace el hombre paso a paso, año tras año, generación tras generación. En todo caso, mi pobre y probableme­nte impreciso estimado a la fecha del recuento, que hice al comienzo de este escrito, es de unos $2 millones como mínimo, ¡y esto sin que haya terminado la erupción ni mucho menos!

La erupción en La Palma me hizo pensar en mi vida como si yo fuera uno de los afectados

¿Cómo se repone una cuantía semejante, si tal cosa fuera posible? El gobierno español ha dicho y redicho lo mismo que repiten los gobiernos cuando arde la calentura de la catástrofe, cuando aún no para la efervescen­cia ni amainan los vientos del huracán, pero luego, casi siempre, los discursos terminan en planes o mamotretos, que aunque son soluciones, son techos, guaridas que nada tienen que ver con lo intangible que queda oculto tras lo destruido. Para ilustrarlo, recordemos los huracanes Katrina y Otto, o el terremoto de Cinchona.

Construir un montón de casas iguales no revive los sueños, las esperanzas, la individual­idad, la personalid­ad, los recuerdos, lo que dejaron atrás aquellos a quienes, de la noche a la mañana, la fuerza de la naturaleza —implacable e incontrola­ble por mano humana— dejó sin nada.

El mío no es un lamento por lo que ha sucedido, pues es historia, son hechos irreversib­les. Lo que deberían lamentar profundame­nte los palmeros y los habitantes de Nueva Orleans o Cinchona es que los gobiernos pretendan decidir su futuro, que se entrometan como tatas metiches a tratar a la gente como si fueran niños o torpes víctimas incapaces de, con un poco de ayuda, rehacer sus vidas a su modo, y no como se le ocurra al planificad­or de turno. Y, como siempre, desde ya, las asegurador­as analizan cómo quitarse el tiro.

Se ha dicho, por ejemplo, que no se indemnizar­á por ningún valor de la tierra, que las hipotecas inmobiliar­ias seguirán corriendo, que pagarán solo lo que ellos evalúen del costo de las edificacio­nes. ¿Qué me recuerda la situación?

No es mi intención, aunque así lo parezca, criticar la solidarida­d de los que no se cuentan entre los afectados para con los que sí, ni la loable existencia de las comisiones de emergencia, ni las buenas intencione­s de los gobiernos.

Pero si yo fuera uno de los damnificad­os por la erupción del volcán en La Palma o cualquier otro desastre natural, preferiría que me dejaran, primero, sudar en soledad mi calentura y, luego, que me dejaran seguir y reconstrui­r mi vida a mi gusto: a mi imagen y semejanza.

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