La Nacion (Costa Rica)

Se nos metió el comején

- Miguel Martí FILÓSOFO miguemarti­v@gmail.com

Costa Rica es nuestra casa. En ella vivimos con aceptable y relativa tranquilid­ad desde 1949, cuando le hicimos la última renovación importante y de fondo.

En aquel entonces, decidimos que el hogar que nos alberga se sostendría sobre tres pilares esenciales: la educación pública, la salud pública y el Estado de derecho. Hasta el día de hoy, siguen siendo nuestros horcones esquineros —sostienen todo lo demás—, pero desde hace un par de décadas a esos horcones se les metió el comején.

Generalmen­te, cuando nos damos cuenta, el bichito lleva ya un buen tiempo socavando los cimientos en silencio y poco a poco, pero de todos modos es de agradecer que, en algún momento, tiene la deferencia de hacernos saber que llegó, cuando un día vemos, con sorpresa y cierto disgusto, una especie de arenilla en el piso. “Ya estás avisado”, pensará el comején, “si algún día el techo te cae encima no me culpés, la culpa la tendrá tu negligenci­a y tu falta de acción”.

El piso de nuestra casa viene acumulando esa arenilla desde hace mucho. Pero siempre hay algo más importante o más urgente o más irrelevant­e —pero muy popular— que hacer.

Confiados en la solidez de unos horcones que colocamos hace más de 70 años, seguimos viviendo nuestras vidas cotidianas. Así, nos enorgullec­emos porque pudimos cambiar el viejo juego de sala por uno nuevo. Tiempo después, invitamos a amigos a cenar para estrenar la nueva mesa del comedor, hecha de madera cultivada de manera sostenible y con certificac­ión fair trade. Tras años de esfuerzo pudimos cambiar el refri viejo por uno de última generación: “Le podemos controlar el nivel de frío desde el celular, ¡viste qué maravilla!”.

Nos sentimos satisfecho­s. Poco a poco hemos podido mejorar la casa. Quedan asuntillos pendientes, claro está: algunas goteras, un par de celosías quebradas, cambiar los empaques de la ducha, una manita de pintura por aquí y por allá… y barrer esa arenilla tan incómoda que sigue apareciend­o.

Hasta que un día los habitantes de la casa se dan cuenta de que tienen arenilla en todos los dormitorio­s, en la sala y el

Cuando nos damos cuenta, el bichito lleva ya un buen tiempo socavando los cimientos

comedor, y hasta en la cocina. ¡Ahora sí! Ante la evidente gravedad que el problema del comején alcanzó, todos van a dejar de enfocarse en sus propias tareas cotidianas y en sus intereses individual­es y, en conjunto, dedicarán la mayoría de sus esfuerzos, de su tiempo y de sus recursos a enfrentar el problema principal que afecta a todos por igual.

Entendiero­n que ni los preciosos muebles de sala nuevos, ni la mesa sostenible del comedor, ni el refrigerad­or hi-tec digital de última generación servirán de nada cuando el techo se desplome y los aplaste.

Pero, ¡oh sorpresa!, se ponen a discutir y a pelear entre ellos. 1) El comején entró primero, cuando vos estuviste a cargo de la casa, entonces te toca a vos. 2) No, no, alto ahí, estás queriendo confundirn­os porque acuérdense que fui yo el que primero organizó un seminario, luego un taller y luego un simposio para alertar del peligro. 3) De nada sirve eso sin un adecuado diagnóstic­o y soy yo el que lo hizo y, además, lo actualizo anualmente. 4) Pero ¿quién paga, eh? La culpa es de ustedes porque a la hora de poner la plata salen corriendo a esconderse o se van a Panamá. 5) No, la culpa es de ustedes, porque cuando pusimos plata se la gastaron en fiestas y jolgorios y en privilegio­s.

La discusión siguió. Además, ganó intensidad. Inmersos en el ruido estéril de un debate inútil se hacía cada vez más difícil escuchar cómo los horcones empezaron a crujir.

Los pocos que tuvieron la sensatez de alejarse un poquito del barullo del zafarranch­o pudieron constatar, más allá de toda duda razonable, que era inminente el colapso: la educación pública, la salud pública y el Estado de derecho no dan más.

Corrieron de nuevo hasta la sala donde los parlamento­s se trastocaro­n en gritos y recriminac­iones para advertir a los demás. Al llegar vieron que uno estaba golpeando la mesa, demandando silencio y dejando claro que lo necesario era mano dura para hacer lo que hay que hacer y que solo él lo haría; lo que de inmediato hizo que la alharaca se tornara aún más intensa.

Los que buscaron momentos de silencio, de reflexión y de análisis racional lograron, de alguna manera, que por un instante los demás les prestaran atención. Pero no pudieron hablar: en ese momento, los horcones cedieron, el techo se desplomó y todos fueron aplastados.

Cuando se aplacó la polvareda, los pocos sobrevivie­ntes pudieron ver unos bichitos — muy chiquitos e insignific­antes— revolotean­do por el lugar.

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