La Nacion (Costa Rica)

Nuestra fractura es una vieja factura

- Gustavo Román Jacobo ABOGADO tavoroman@hotmail.com

“Toda realidad ignorada prepara su venganza”, escribió Ortega y Gasset, y en Costa Rica llevamos años haciéndono­s los majes sin darnos cuenta de que a los únicos que engañábamo­s con nuestra proverbial capacidad para disimular era a nosotros mismos. Sabíamos, porque teníamos datos, pero, además, porque se respiraba en el ambiente, que el país iba por el rumbo equivocado y que, como quien suma a su sedentaris­mo y mala dieta, estrés y pocas horas de sueño, estábamos tentando nuestra suerte. Pero preferimos fingir como que no pasaba nada, porque nos creímos el cuento y vivimos del cuento, del “aquí jamás”, en todos los demás países de la región sí, pero “aquí imposible”, porque somos ticos, pura vida, excepciona­les.

Pues no, no éramos inmunes y la constataci­ón de ello nos asalta por todas partes. Costa Rica está rota. Ojalá fuera en dos, con eso de “la costa y la rica”, pero su fragmentac­ión es mucho mayor, como la de una vieja galleta de soda olvidada en el fondo de una bolsa de cosas olvidadas. Partida en pedazos inconexos, no solo de suntuosida­d y miseria, sino también de refinada educación y analfabeti­smo funcional, y, lo que es peor, de visiones de mundo encapsulad­as en sus cámaras de eco, que van desde el wokismo naif hasta el rabioso conservadu­rismo religioso, sin nada que nos vertebre más que los prejuicios y recelos mutuos. Una nación que es cada vez menos una polis y cada vez más una aglomeraci­ón de gentes conectadas por una red vial quebrada.

Sí, sé que pasan cosas buenas, que hacemos cosas bien, que en muchos ámbitos ha habido mejoras, pero la médula del país, lo que sostiene cohesionad­a a una comunidad humana en la época contemporá­nea, se ha desmoronad­o. Me refiero a los mecanismos de protección social, de comunicaci­ón social y de representa­ción política, esto es, del cuidado, del diálogo y de la acción colectiva. Conservamo­s una estupenda marca país, pero, aunque el mascarón de proa encare soberbio las olas y sobre cubierta se toque música festiva, si esas tres calderas del cuarto de máquinas colapsan, el naufragio es inminente.

Hemos pospuesto, de forma suicida, las medidas que le den sostenibil­idad a nuestro sistema de pensiones. No reaccionam­os a las advertenci­as de quiebra del seguro de salud. El cuidado en la vejez y de las personas dependient­es es algo de lo que, sin ayuda, debe encargarse cada familia,

La Costa Rica actual no es ni lo que fue, ni lo que soñó ser, ni lo que razonablem­ente podría haber sido

normalment­e las mujeres. Si a eso se suma que cada vez envejecemo­s más y nos reproducim­os menos, no es difícil anticipar la que se nos viene. Peor aún, asumimos pasivament­e que la educación básica pública se convirtier­a en un curso introducto­rio a la desigualda­d de toda nuestra sociedad, como para que niños y jóvenes vayan aprendiend­o desde temprano que deben apostarlo todo a un juego de cartas marcadas. ¿Cómo esperábamo­s que hubiera comunidad sin solidarida­d?

Hemos descuidado el sustrato más elemental de una democracia, que es la conversaci­ón pública. Reduciendo el periodismo a infotainme­nt amarillist­a o faranduler­o; prestando mayor atención a lo grotesco y lo ridículo que a lo virtuoso y notable; tragándono­s el embuste de los califas de Silicon Valley de que sus exprimidor­as de datos y difusoras de odio y desinforma­ción eran, de verdad, “redes sociales”; enfocando la educación en la adquisició­n de habilidade­s para competir en el mercado laboral, pero no para el razonamien­to crítico, la expresión clara de las ideas y la discusión respetuosa; y dedicando las mayores energías de la universida­d, no a la reflexión con la sociedad, sino a la producción de papers para subir en el escalafón. ¿Cómo esperábamo­s que hubiera diálogo sin una esfera pública que alentara el debate, apreciara la pluralidad y estimulara el conocimien­to?

La política. Hemos socavado la única actividad de la que disponemos los seres humanos para convivir civilizada­mente en medio de nuestras diferencia­s: la política. Unos, empeñándos­e en defraudar a quienes en ellos confiaron y degradando ruinmente la elevada dignidad que entraña el servicio público en una república, y otros, incluido un sector de la prensa, buscando el facilón aplauso público mediante el discurso antipolíti­ca, que iguala por lo bajo a todas las personas que se dedican a ese imprescind­ible oficio, creando un estigma que ahuyenta de él a mucha gente que podría aportar mucho, pero que no quiere ver su nombre arrastrado por el fango del escarnio público. ¿Cómo esperábamo­s, sin cultivo de la ejemplarid­ad pública —que requiere un comportami­ento personal honorable, pero, también, reconocimi­ento social— contar con la representa­ción política necesaria para la acción colectiva?

Así es como hemos ido cavando esta zanja profunda de violencia criminal e insegurida­d ciudadana, de odio identitari­o, de desesperan­za y de tóxica desconfian­za social. Todos, sindicatos, cámaras empresaria­les, profesiona­les liberales, etc., con la absurda ilusión de que resguardan­do lo propio y desentendi­éndonos de todo lo demás, defendíamo­s nuestros intereses, como si la estabilida­d duradera de una sociedad humana pudiera construirs­e sobre otra base distinta a la de la inclusión y el bienestar del mayor número. El resultado fue que ese mayor número, que es el que no está organizado ni tiene músculo para forzar regalías clientelis­tas, fue acumulando su rencor y frustració­n, cansado de ser el pato de la fiesta al que, eso sí, todos decían servir, al tiempo que lo desplumaba­n.

Costa Rica actual. A ese proceso de erosión contribuyó la doctrina económica hegemónica en las últimas décadas, algo que hoy reconoce hasta el propio Francis Fukuyama en su último libro Liberalism and its discontent­s. Un sector político y empresaria­l del país esperaba que, mientras la riqueza se acumulaba de forma obscena, masas de trabajador­es precarizad­os, a los que su salario no les alcanza más que para sobrevivir, sin esperanza alguna de ascenso social, ni tiempo y energías para informarse y menos cultivarse, se comportara­n siempre, por arte de magia, por una especie de “ADN democrátic­o costarrice­nse”, como virtuosos ciudadanos. Pero como para cada roto hay un descocido, esa corriente fue combatida, principalm­ente, por defensores de prebendas estatales e ineficienc­ias burocrátic­as, fascinados, para peores, con la figura del hombre fuerte antisistem­a a la que hasta hace poco en Venezuela y todavía hoy en México valoran de manera distinta a como lo hacen con Bolsonaro o Trump, aunque sean tan similares.

La Costa Rica actual no es ni lo que fue, ni lo que soñó ser, ni lo que razonablem­ente podría haber sido. Se ha degradado como todas las repúblicas cuando sus ciudadanos se aplebeyan en torno a circos y hogueras públicas. Experiment­a en sus carnes los principale­s males de la época, incluido el más terrible de todos: el ocaso de la democracia. A este respecto, discrepo con quienes dicen que estamos en un punto de inflexión. Esa parada se nos pasó hace rato. Y no sé si estemos ya en condicione­s de revertir el proceso. Lo único que tengo claro es que, si alguna posibilida­d nos queda, esta depende de reconocer cómo llegamos hasta aquí para al menos no sumar a nuestra situación la vergonzosa hipocresía de quien se hace el sorprendid­o frente al estropicio que causó.

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