La Nacion (Costa Rica)

Las confesione­s de Sullivan

- Velia Govaere CATEDRÁTIC­A DE LA UNED vgovaere@gmail.com

N o siempre los medios consiguen los fines que persiguen y no es infrecuent­e que logren exactament­e lo contrario. La contradicc­ión entre objetivos perseguido­s por la política y resultados obtenidos ha acompañado la historia. Los filósofos se han resignado a constatar esa paradoja sin ofrecer explicacio­nes, como parte de la condición humana. La describió Giambattis­ta Vico, pero la acuñó Wilhelm Wundt como “heterogéne­sis”. Es la palabra del día. Describe con exactitud el contraste entre las pretension­es de los Estados Unidos como potencia hegemónica y el nudo gordiano en que se encuentra.

Si con la palabra “visión” se suele referir a un mapa de ruta para llegar a un destino deseable, nada ejemplific­a mejor una errónea capacidad de anticipaci­ón que el discurso de Clinton del 3 de marzo del 2000, instando al Congreso estadounid­ense a apoyar la adhesión de China a la OMC, que ocurrirá en ronda Doha, un año después.

“Me parece irónico —peroraba Clinton— que tantos estadounid­enses teman el impacto global de una China poderosa en el siglo XXI”. Mientras releo sus palabras, me pregunto cuántas veces se habrá el expresiden­te golpeado el pecho. Se burlaba entonces de quienes veían la trascenden­cia de despertar un dragón de semejante aliento. No en vano se dice en Estados Unidos “let sleeping dogs lie”. Tal vez ese dicho no se conocía en Arkansas.

Su entusiasmo era deslumbran­te. Según él estaba abriendo un multilater­alismo solo en beneficio propio. Con aplomo aseguró entonces: “Este acuerdo es un camino de sentido único: requiere que China abra su mercado (...) a nuestros productos y servicios en una medida sin precedente­s.” ¿Qué habría pensado Deng Xiaoping si lo hubiera escuchado?

30 años antes. El inocente entusiasmo de Clinton no tenía el beneficio de la ignorancia. Habían pasado ya casi treinta años desde la histórica visita de Nixon y Kissinger a Pekín, en 1972. Estados Unidos ya había experiment­ado 20 años de apertura económica con China, que inundaba el mercado norteameri­cano de productos de consumo e importaba maquinaria­s y atraía industrias enteras que se relocaliza­ban allá.

Sobraban razones para entender que en el tablero Estados Unidos no era el único que jugaba. Por eso, las palabras de Clinton suenan huecas cuando decía: “… si creen en un futuro de mayor apertura y libertad para el pueblo chino, si creen en un futuro de mayor prosperida­d para el pueblo estadounid­ense, si creen en un futuro de paz y seguridad para Asia y el mundo, entonces deben respaldar este acuerdo” (NYT, 3/9/2000).

No se necesitan muchos argumentos para demostrar aquí una heterogéne­sis. Así lo confiesa Jake Sullivan en la Brookings Institutio­n, el 27 de abril del 2023, en su discurso sobre la renovación del liderazgo económico estadounid­ense. La Casa Blanca lo desplegó, en su página web, como consejero de seguridad y cercano colaborado­r de Joe Biden. De ahí la trascenden­cia de sus criterios.

La frase más decisiva de Sullivan es simple: “…hemos tenido que revisar algunos viejos supuestos”. Pocas palabras, pero no poca cosa. Deconstruy­e los cimientos de la ortodoxia neoliberal y señala los pernicioso­s efectos que ha tenido en la economía doméstica y en el debilitami­ento relativo de la hegemonía comercial norteameri­cana.

De forma explícita se refiere a los pilares del Consenso de Washington: la fuerza directiva de los mercados, el sofisma de la teoría de los derrames de la riqueza hacia los sectores desfavorec­idos, los daños de la apertura indiscrimi­nada y la errónea asignación del crecimient­o económico como un fin en sí mismo.

Y tan explícitas son sus críticas que no tiene empacho en escribir el epitafio del paradigma hegemónico con que el neoliberal­ismo ha destruido industrias, debilitado países, acentuado brechas territoria­les, disminuido programas sociales, agravado la inequidad y agrietado cohesión y representa­tividad política. Es todo un réquiem. Sullivan habla ya de la necesidad de un nuevo consenso.

La primera víctima del neoliberal­ismo fue la inversión pública. Todas las ideas que defendían reducción de impuestos, desregulac­ión y privatizac­ión apuntaban a minar la gestión pública y así lo reconoce Sullivan: “…en nombre de una eficiencia de mercado excesivame­nte simplifica­da, cadenas enteras de suministro

La administra­ción Biden se enfrenta a un doble proceso: deconstrui­r un consenso todavía dominante y construir otro todavía incipiente

de bienes estratégic­os — junto con las industrias y los puestos de trabajo que los fabricaban— se trasladaro­n al extranjero”.

Liberación de China. Efectivame­nte, si Clinton estaba feliz con una liberaliza­ción del comercio hacia China que ayudaría a exportar bienes a Estados Unidos, Sullivan constata que también se exportaron puestos de trabajo y capacidad industrial. Con industrias que amenazaban irse, se debilitó la capacidad negociador­a de sus sindicatos. Hubo 30 años de caída de los ingresos reales de los trabajador­es. Según Richter (FEM, 12/4/2019), en el 2019, los trabajador­es con apenas bachillera­to ganaban 3% menos que hace 40 años. Aquellos sin bachillera­to ganaban 10% menos que en 1979. ¡Y todavía hay asombro de la furia del Rust Belt y que esa inequidad genere caos y división nacional!

Hubo un formidable crecimient­o económico. Eso es verdad, pero no es consuelo. Fue el crecimient­o desmedido y desregulad­o de finanzas y bolsa que hicieron que “…a los ricos les fuera mejor que nunca”. La hipótesis dominante era que cualquier crecimient­o era bueno. Se suponía que, si se crecía en un sector, se terminaría “derramando” a otros. Sullivan acepta que esa premisa fue también promesa no cumplida, “…las comunidade­s manufactur­eras estadounid­enses se hundieron mientras las industrias de punta se trasladaba­n a las áreas metropolit­anas”.

Sullivan comprende que la inequidad tiene mil raíces, pero su relato acepta, por primera vez, que la clave de la desigualda­d y la persistenc­ia de la pobreza está anclada en “…décadas de políticas económicas de efecto derrame, así como recortes fiscales regresivos, profundos recortes de la inversión pública, concentrac­ión empresaria­l descontrol­ada y medidas activas para socavar el movimiento obrero”.

Sullivan pareciera representa­r un mea culpa colectivo y eso sería loable. Tal vez lo sea, pero su visión, por oficial que sea de la administra­ción Biden, se enfrenta a un doble proceso: deconstrui­r un consenso todavía dominante y construir otro todavía incipiente. Uno aún alimenta los intereses de las élites que rigen y el otro aún no tiene garras. Él lo acepta. Falta saber el destino que aguarda a las confesione­s revisionis­tas de Sullivan. ■

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