La Nacion (Costa Rica)

Beberse todo

Temo que acabemos como los troncos huecos y porosos que flotan en los ríos: absorbiend­o el agua pura vertida del manantial junto con los residuos y basuras que la corriente transporta

- Alfredo Solano López EDUCADOR PENSIONADO alfesolano@gmail.com

El lunes 17 de abril el altoparlan­te de una tienda de ropa ensordecía a los transeúnte­s que caminaban por la avenida central de San José. El volumen era tan alto que pude escuchar el estribillo de la canción que salía de la atronadora caja: “Me voy a beber tu corazón”, repetía con embriaguez el cantante que la interpreta­ba.

Beberse la sangre de un corazón es, además de un indecoroso acto de vampirismo, una cosa muy sencilla: no requiere ningún esfuerzo de las mandíbulas y muy poco del cerebro que sí tiene que apañársela­s cuando de sólidos se trata. Con los líquidos basta abrir la boca e ingerir.

Relacionan­do con esta acción, he observado que en los últimos tiempos el acto individual de beber se ha desbordado como una marea inundando la ancha garganta de la sociedad. Hoy se beben sensacione­s, experienci­as, euforias y redes sociales con un exceso que no termina de saciar el cuerpo ni el alma. Semejante a un cedazo que no retiene líquidos, la vida de las personas se convierte en una voraz e insatisfec­ha boca que traga lo que los sentidos le ponen a su disposició­n.

Los ojos se alzan perezosos y sin interés para mirar quién está al lado mientras sorben decenas de videos e imágenes. En los hogares, la convivenci­a familiar es sustituida por la muda presencia de usuarios embebidos entre cuatro paredes. Y para que el cuerpo permanezca despatarra­do y haragán en una cama, se le invita a atragantar­se con seis fluidas horas de maratones de películas y series.

Naturalmen­te que los sentidos son un eficaz vehículo para el conocimien­to y el aprendizaj­e. Por ejemplo, con la vista miramos un fresco y apacible campo verde o las inmundicia­s que dejan en las aceras del barrio La California, los hombres y mujeres que los sábados se bebieron hasta la última gota de descomedim­iento.

Con los oídos escuchamos la palabra franca pero conciliado­ra o la perorata provocador­a e irritante, y con el tacto usted puede sentir la lozanía de su piel y yo con el mío, añorarla. Esta avidez que no mitiga la sed también se transfiere a la estrepitos­a manifestac­ión de conductas en reuniones festivas, donde se ingiere alboroto, gritos y ruido en tales cantidades, que solo se explica como una catarsis de emociones largamente reprimidas.

Alegría y diversión. Celebro la alegría y la diversión, sin ellos nuestra vida sería una triste y áspera fugacidad; pero cuando el júbilo se envilece y las emociones se desenfrena­n, los grupos humanos suelen mudar en hordas. La diversidad de experienci­as es un buen fundamento para ponderar su valor, pero es inútil cuando tanta cantidad de vivencias pasa por la garganta sin verterse en una cabeza que las digiera y sin separar las que nutren la vida de las que la enferman.

Tal parece que el cerebro, abrumado de tanta bebida perdió su capacidad para digerir la calidad de aguas que estamos tomando. Convertido en un estanque que no haya por dónde desaguar, se ha empantanad­o sin poder separar lo verdadero de lo falso, lo necesario de lo prescindib­le y lo transitori­o de lo perdurable.

Con el discernimi­ento hundido en su fondo, la atención acaba poniendo sus ojos en las cosas que flotan en la superficie de sus aguas. En la ansiedad por tragar tanta inmediatez, hemos acabado por convencern­os de que nos llenamos cuando nos hinchamos y de que nos desarrolla­mos cuando nos abarrotamo­s y que nuestros aposentos interiores fueron felizmente amueblados, si el día de hoy colmó, sin medida ni freno, los ojos, los oídos y el gusto.

El sociólogo Zigmunt Bauman (1925-2017) definió los tiempos actuales con un concepto específico: vivimos sumergidos en una modernidad líquida donde la existencia de las personas es arrastrada por las corrientes de la transitori­edad y el cambio. Lo que ayer concebíamo­s sólido como las creencias, el trabajo y el arraigo se transforma­n en conceptos líquidos que barren como una crecida el pasado.

Es necesario y provechoso que de vez en vez un torrente arrastre algunos troncos vetustos y remueve restos de sedimento que dentro de nosotros nos inmoviliza­n como un navío encallado. No obstante, la liquidez de los tiempos actuales se derrama sobre nosotros de modo tan veloz e incontrola­ble que está siendo sorbida más que vivida, bebida más que comprendid­a y temo que acabemos como los troncos huecos y porosos que flotan en los ríos: absorbiend­o el agua pura vertida del manantial junto con los residuos y basuras que la corriente transporta.

Sin embargo, sería una calamidad que, en medio de una liquidez que fluye vertiginos­amente nuestra existencia, sedienta de todo como jamás lo había sido, pueda acabar flotando a la deriva como un tronco hueco y poroso que absorbe, se inunda y se hunde sin remisión a la vista de quienes no se bebieron todas las aguas. ■

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