La Nacion (Costa Rica)

Cómo enseñar a niños y jóvenes a manejar la frustració­n

- Óscar Sánchez Mora Ingeniero Y Entrenador oskar2231@hotmail.com

Como la mayoría de los niños costarrice­nses, crecí detrás de un balón. Creo que fue en 1995 cuando empecé en las escuelitas de los sábados en el estadio Nicolás Masís.

Después de los entrenamie­ntos, comíamos una empanada de queso con una gaseosa en bolsa y nos sabía a gloria. Posteriorm­ente, tuve la oportunida­d de jugar en algunos equipos, como el Sol Naciente, el Peñarol y la selección de mi querida escuela República de Venezuela.

Recuerdo qué lindo era subir las gradas del estadio con la banda en el brazo, qué gran orgullo sentía. Mi mamá me inscribió en la escuela de Carlos Santana, en Sabana, y en una ocasión no se dio cuenta de que, por pagar la cuota, nos quedamos sin el pase del bus para volver a Escazú.

No solo me ilusionaba jugar, sino también ver los partidos del Saprissa, casi siempre acompañado de Fabián, mi hermano mayor. En ese tiempo, los juegos se celebraban usualmente los domingos a las 11 a. m., el horario perfecto para ir a servirse el tradiciona­l arroz con pollo en el descanso del medio tiempo.

Yo me veía jugando en la Primera División con el Saprissa con la camisa número 7, como Adrián Mahía (aunque en realidad yo jugaba de defensa).

La empresa del novio de mi hermana fabricaba los uniformes del Saprissa y la Selección Nacional. Cuando empezaron a salir, yo fui el premiado, ya que me llevaba al estadio, los camerinos y hasta a entregar personalme­nte los uniformes a los jugadores en sus habitacion­es. Me acuerdo, como si fuera hoy, ir en el ascensor de un hotel capitalino con Lonnis “custodiánd­ome”. No podía estar más feliz.

En resumen, el fútbol era mi mayor ilusión; sin embargo, cuando mi tío Leonel Mora nos llevó a jugar tenis por primera vez sentí que yo pertenecía a este deporte más que a ninguno.

En una ocasión, en tercer grado, nos dejaron de tarea exponer sobre nuestro deporte favorito. No pude dormir durante algunas noches, me angustiaba tener que elegir entre el fútbol y el tenis.

Después de mucho análisis, me decidí por el tenis. Tío Leonel me prestó un viejo libro sobre este deporte y una raqueta. Hablé ante mis compañeros de la empuñadura continenta­l y un poco de historia.

Después, seguí jugando fútbol casi todos los días. El tenis solo podía practicarl­o cuando tío Leonel nos llevaba a Ojo de Agua, dos o tres veces al año, y de vez en cuando contra la pared del patio.

El mundo se me vino encima. Al empezar el último año escolar, un evento marcó mi vida de tal manera que hasta hace unos pocos días creo haber logrado entenderlo (casi 24 años después). Empezaba el campeonato de fútbol y mi ilusión estaba al borde. Mi familia y mi cuñado fueron a apoyarme y quería impresiona­rlos.

Era una tarde soleada en la cancha de San Rafael de Escazú, frente a la iglesia. Éramos 13 niños antes de que empezara el partido y solo 2 estábamos en banca. Cuando el entrenador anunció el 11 estelar, me dije: “No importa. Dejan lo mejor para el final”. Volví a ver a mi familia, tratando de pedirles paciencia con la mirada. “Voy a entrar más adelante”, quería que supieran.

Después, llegaron más niños. Ya éramos 5 o 6 en banca. Ese día no jugué ni un minuto, ni siquiera de cambio. Tenía 11 años y el mundo se me vino encima, no tenía idea de cómo controlar la mezcla de dolor, desilusión, frustració­n, ira y vergüenza.

Al llegar a casa lloré mucho y tiré los tacos. Me prometí nunca más jugar fútbol, no quería sentirme así nunca más en la vida.

Unas semanas después, me inscribí en la escuela de tenis del comité cantonal de deportes de Escazú. El resto es historia: jugué todos los torneos juveniles, de adultos, de clubes e incluso algunos internacio­nales.

Al llegar a los 20, mientras estudiaba Ingeniería, daba clases de tenis. Tuve la bendición de ir a ver los cuatro principale­s torneos del mundo (Abierto de Australia, Roland Garros, Wimbledon y el Abierto de los Estados Unidos). He sido director de torneos, he leído decenas de libros, me tatué una raqueta y la palabra Leo en el brazo derecho en forma de cardiogram­a. En resumen, me casé con el tenis.

Tres lecciones de vida. Hace unos días, mientras esperábamo­s una cancha para empezar el entrenamie­nto, le conté esta historia a un amigo y él me preguntó por qué no manejé de mejor forma la desilusión futbolísti­ca. Al tratar de responderl­e, mil ideas pasaron por mi cabeza: falta de guía, inmadurez. Pero llegué a tres conclusion­es.

En primer lugar, la necesidad de enseñar a los niños a manejar la frustració­n, acompañarl­os con empatía en esos momentos difíciles, educarlos con amor, sin disfrazar u opacar la realidad, motivándol­os a darse oportunida­des, entendiend­o que a veces se gana y a veces se pierde, y que lo único que está bajo nuestro control es dar lo mejor de nosotros mismos en todos los ámbitos de la vida.

Lo segundo es que, gracias a Dios, mi familia y al comité de deportes de Escazú, la desilusión mal manejada se convirtió, en mi caso, en un cambio de deporte a muy temprana edad, pero me pregunto cuántos niños pasaron por algo similar y, en lugar de otro deporte, siguieron el camino de las drogas o la delincuenc­ia, o ambos. Realmente, vale la pena todo esfuerzo por incrementa­r las oportunida­des deportivas para la niñez.

Por último, entendí que todavía estaba resentido por no haber jugado aquel primer partido, y por eso utilicé muchas veces la frase “el fútbol solo sirve para lesionarse”.

Para ser honesto, algunas cosas nunca cambiaron, o cambiaron muy poco. Ya no me deleito con los goles de Mahía, sino con el talento de Mariano Torres. Me enamoró el Brasil del gordo Ronaldo y creo que algún día contaré a mis nietos sobre el Barcelona de Pep Guardiola o el día que le ganamos a Italia en el Mundial del 2014. Incluso, estoy listo para volver a ponerme los tacos y jugar mi partido de despedida.

El fútbol era mi mayor ilusión, pero un evento en la primaria me hizo cambiar de deporte

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