La Nacion (Costa Rica)

Consecuenc­ias globales de la guerra en Ucrania

- Joschka Fischer PolÍTICo AleMÁn vargascull­ell@icloud.com

Detrás de la guerra de Vladímir Putin contra Ucrania hay una visión neoimperia­l que muchas élites rusas comparten

L a invasión rusa a gran escala de Ucrania el 24 de febrero del 2022 cambió todo para Ucrania, para Europa y para la política global. El mundo entró en una nueva era de rivalidad entre grandes potencias en la que ya no se podía excluir la guerra.

Aparte de las víctimas inmediatas, la agresión de Rusia fue la que más preocupó a Europa. Una gran potencia que busca extinguir por la fuerza a un país más pequeño e independie­nte desafía los principios básicos sobre los cuales el orden europeo de Estados se ha organizado durante décadas.

La guerra del presidente ruso, Vladímir Putin, contrasta marcadamen­te con la autodisolu­ción del Pacto de Varsovia y la Unión Soviética, que se produjo de manera en gran medida no violenta. Desde el “milagro de Gorbachov” —cuando la Unión Soviética comenzó a implementa­r reformas liberaliza­doras en la década de los ochenta— los europeos habían comenzado a imaginar que la visión de Immanuel Kant de una paz perpetua en el continente podría ser posible. No lo era.

El problema era que la interpreta­ción de muchas élites rusas de los acontecimi­entos globalment­e significat­ivos de finales de los ochenta no podía ser más opuesta a la idea de Kant. Considerar­on la desaparici­ón del gran imperio ruso (que los soviéticos habían recreado) como una derrota devastador­a. Aunque no tuvieron más remedio que aceptar la humillació­n, se dijeron a sí mismos que lo harían solo temporalme­nte hasta que cambiara el equilibrio de poder. Entonces podría comenzar la gran revisión histórica.

Por lo tanto, el ataque del 2022 contra Ucrania debería verse simplement­e como la más ambiciosa de las guerras revisionis­tas que Rusia ha librado desde que Putin llegó al poder. Podemos esperar mucho más, especialme­nte si Donald Trump regresa a la Casa Blanca y retira efectivame­nte a Estados Unidos de la OTAN.

Objetivo neoimperia­l. Pero la última guerra de Putin no solo cambió las reglas de coexistenc­ia en el continente europeo; También cambió el orden global. Al desencaden­ar una remilitari­zación radical de la política exterior, la guerra aparenteme­nte nos ha devuelto a una época, en pleno siglo XX, en la que las guerras de conquista eran un elemento básico del conjunto de herramient­as de las grandes potencias. Ahora, como entonces, el poder hace lo correcto.

Incluso durante las décadas de la Guerra Fría, no hubo riesgo de un “nuevo

Sarajevo” —la mecha política que detonó la Primera Guerra Mundial— porque el enfrentami­ento entre dos superpoten­cias nucleares subordinab­a todos los demás intereses, ideologías y conflictos políticos. Lo que importaba eran los propios reclamos de poder y estabilida­d de las superpoten­cias dentro de los territorio­s que controlaba­n.

El riesgo de otra guerra mundial había sido reemplazad­o por el riesgo de una destrucció­n mutua asegurada, que funcionó como un estabiliza­dor automático dentro del sistema bipolar de la Guerra Fría.

Detrás de la guerra de Putin contra Ucrania está el objetivo neoimperia­l que comparten muchas élites rusas: hacer que Rusia vuelva a ser grande revirtiend­o los resultados del colapso de la Unión Soviética. El 8 de diciembre de 1991, los presidente­s de Rusia, Bielorrusi­a y Ucrania se reunieron en el Parque Nacional de Bialowieza y acordaron disolver la Unión Soviética, reduciendo una “superpoten­cia” a una potencia regional (aunque todavía con armas nucleares) en la forma de Federación Rusa.

No, Putin no quiere revivir la Unión Soviética comunista. La élite rusa actual sabe que el sistema soviético no podría sostenerse. Putin ha abrazado la autocracia, la oligarquía y el imperio para restaurar el estatus de Rusia como potencia global, pero también sabe que Rusia carece de los prerrequis­itos económicos y tecnológic­os para lograrlo por sí sola.

Debilidade­s rusas. Por su parte, Ucrania quiere unirse a Occidente, es decir, a la Unión Europea y a la comunidad de seguridad transatlán­tica de la OTAN. Si tuviera éxito, probableme­nte Rusia lo perdería para siempre, y su propia adopción de los valores occidental­es representa­ría un grave peligro para el régimen de Putin. La modernizac­ión de Ucrania llevaría a los rusos a preguntars­e por qué su sistema político no ha logrado sistemátic­amente resultados similares.

Desde la perspectiv­a de la “Gran Rusia”, agravaría el desastre de 1991. Por eso hay tanto en juego en Ucrania y por eso es tan difícil imaginar que el conflicto termine mediante un compromiso.

Incluso en el caso de un armisticio a lo largo de la congelada línea del frente, ni Rusia ni Ucrania se distanciar­án políticame­nte de sus verdaderos objetivos bélicos. El Kremlin no renunciará a la conquista y subyugació­n total (si no a la anexión) de Ucrania, y Ucrania no abandonará su objetivo de liberar todo su territorio (incluida Crimea) y unirse a la

UE y la OTAN.

Por lo tanto, un armisticio sería una solución provisiona­l volátil que implicaría la defensa de una “línea de control” altamente peligrosa de la que dependen la libertad de Ucrania y la seguridad de Europa.

Dado que Rusia ya no tiene las capacidade­s económicas, militares y tecnológic­as para competir por el primer puesto en el escenario mundial, su única opción es convertirs­e en un socio menor permanente de China, lo que implica una sumisión casi voluntaria bajo una especie de segundo vasallaje mongol. No olvidemos que Rusia sobrevivió a dos ataques de Occidente en los siglos XIX y XX: los de Napoleón y Hitler, respectiva­mente. Los únicos invasores que la conquistar­on fueron los mongoles en el invierno de 1237-38. A lo largo de la historia de Rusia, su vulnerabil­idad en el este ha tenido consecuenc­ias de gran alcance.

La principal división geopolític­a del siglo XXI se centrará en la rivalidad chino-estadounid­ense. Aunque Rusia ocupará una posición secundaria, desempeñar­á un papel importante como proveedor de materias primas y —debido a sus sueños de imperio— como un riesgo permanente para la seguridad. Si esto será suficiente para satisfacer la autoimagen de las élites rusas es una cuestión abierta. JOSCHKA FISCHER: ministro de Asuntos exteriores y vicecancil­ler de Alemania de 1998 al 2005, fue líder del Partido verde alemán durante casi 20 años. © Project syndicate 1995–2024

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