La Nacion (Costa Rica)

El silencio de los intelectua­les

- Isabel Gamboa Barboza CATeDrÁTiC­A De lA UCr isabelgamb­oabarboza@gmail.com

Una especie de letargo cubre las ideas, mientras los hechos van presurosos, enrumbando al país hacia cualquier parte

Las intervenci­ones telefónica­s del caso Corona muestran los planes de los delincuent­es para financiar candidatur­as municipale­s, según reveló este diario. No obstante, estos y otros asuntos se discuten poco.

La reflexión pública sobre las cuestiones de importanci­a nacional e internacio­nal se está reduciendo a publicacio­nes en las redes, casi todas con aire de quien sentencia y no de quien dialoga.

Una especie de letargo cubre las ideas, mientras los hechos van presurosos, enrumbando al país hacia cualquier parte, sin que sepamos bien por qué ni en qué terminará esto. Pienso que cualquiera está en riesgo de guardar silencio cuando se tiene algo de poder, aunque sea minúsculo. Un breve ascenso, supongamos, de ser el que remienda a encargarse de los ruedos, o pasar de oficinista 1 a 2, o conseguir una plaza en propiedad en una institució­n o un grado académico. Pero también se calla, precisamen­te, cuando no se tiene.

La poca participac­ión de los intelectua­les de las universida­des públicas es lo más preocupant­e, pues se trata de un país al que deberíamos responder a las esperanzas y las rabias, los deseos y la aprensión, las voluntades y las acciones de la población, así como a la llegada del populismo al poder.

El mutismo —analizado largamente por no pocos en la historia (el más conocido, por reciente, es la polémica francesa llamada “el silencio de los intelectua­les”)— tiene orígenes variados y complejos, porque están recubierto­s, a su vez y sobre todo en el último tiempo, de mucho sigilo.

Callamos doble. No me refiero a la discusión gramsciana del intelectua­l orgánico contra el intelectua­l desclasado a favor de las clases dominantes. Mi propuesta es que, al contrario de la idea purista de quienes se creen demasiado “cooles” para mezclarse con las cosas del mundo (casi casi creyéndose en la cátedra, en el sentido original del término: sillón donde reposa el obispo), ser intelectua­l es dedicarse a estudiar la realidad, desde la propia especialid­ad, con el interés de implicarse en ella, contribuir a entenderla mejor, sea cual sea la posición política que se sostenga (de ahí mi diferencia con Gramsci).

Es decir, defiendo rotundamen­te el derecho de cada cual a decir exactament­e lo que piensa, sin ser sujeto de maledicenc­ia por ello, pero también sostengo su deber de hacerlo.

Hablo de pensadores que se ejercitan, en el sentido más clásico, definido por la RAE, como aquellos que se dedican al cultivo de las ciencias y las letras y, como tal, están en posición de cuestionar, incluidos sus propios valores. Algo más cerca a lo que Pierre Bourdieu llamó intelectua­l total, si me permiten el dramatismo.

Sentido que es el que ocasiona que todos los autoritari­os sean profundame­nte antiintele­ctuales: tenemos un ejemplo cercano en la desconfian­za, desprecio y escarnio del Ejecutivo contra las universida­des públicas.

Mi idea inicial sobre el problema acerca de que no hablaban por miedo está basada simplement­e en no haberla discutido con nadie que me contradije­ra.

Pero —como me señaló una colega hace unas pocas semanas—, al parecer, prevalece el cálculo, más que el temor. O, para no ser tan tajante, no sería solo aprensión lo que les cierra la boca, sino las cuentas que se sacan.

Se trataría de esta actitud muy costarrice­nse, notoria en toda clase de gente, de “caer siempre parado”, de no tomar partido para no arriesgars­e a perder algo en un eventual futuro.

Colocándos­e en un tiempo previo al enorme cambio histórico que significó la creación y el desarrollo de la idea de progreso, que nos posibilitó tener expectativ­as de cambio con respecto a lo viejo, no escatiman respuestas como “eso siempre ha sido así”, “esa es la costumbre”, “eso es normal”, “no hay por qué extrañarse”, ante la interpelac­ión, para disimular su complicida­d y usufructo.

Como la única forma de callar no es el mutismo, sino aparentand­o que se dice, la filósofa india Gayatri Spivak denunció duramente a los pensadores que criticaban por pose, muchas veces por esnobismo: hablan para que nada cambie.

Las discusione­s actuales incluyen puntos de vista como los del sociólogo chileno Tomás Moulian: “Son los intelectua­les establecid­os los que están mudos (…) donde reina el conformism­o, la ausencia de preguntas sobre el sentido de la propia práctica”, o, en palabras del crítico literario palestino Edward Said, “el intelectua­l debe ser un outsider”.

Contrato. Pese a que me parece que es romantizar nuestro deber, pensar que solo se puede hacer desde los márgenes, el debate debe implicar el hecho de que algunos sigilosos llegaron adonde están: en el centro, precisamen­te por el capital cultural y político que implicó en algún momento de la historia ser críticos del “sistema”.

Esa es una de las razones, precisamen­te, del silencio: no conviene poner en riesgo dichas prerrogati­vas, pues los campos de poder del conocimien­to consisten en recibir reconocimi­entos de sus pares a los que más adelante devolverán el favor premiándol­os también, como señala el sociólogo francés Pierre Bourdieu. Para regularlo, la academia estableció mecanismos arbitrario­s y antidemocr­áticos muy vigentes hoy.

El problema se vuelve mayor cuando pensamos quién hablará entonces: ¿los que sí están en los márgenes, empujados por un interinazg­o o una persecució­n ideológica? ¡Menos! Sujetos de las tácticas de poder de aquel “pagar el derecho de piso” o del “fumigado”, lidian con una especie de síndrome de Estocolmo, manifiesto en silencios cómplices o zalamerías, con la esperanza de tener algún día su recompensa.

Si además pensamos en el estudianta­do, da para que el ánimo desmejore aún más. Vemos a las generacion­es de cierta condición económica, entre sus 17 y 25 años, llenos de desesperan­za, seguros de no tener futuro. Varios, producto de una educación que, en lugar de enseñarles a pensar los entrenó para recitar versiones de un mundo maniqueo y, con ello, les robó la libertad de alzar la voz para otra cosa que no sea gritar lemas.

Otra razón del silencio — que al mismo tiempo es una consecuenc­ia— es la concepción insular de las universida­des públicas, como ha advertido en varias ocasiones el exrector de la UCR Gabriel Macaya. Cada facultad, escuela, centro, posgrado, como un mundo solo y ahogado.

Pero el contrato entre la universida­d pública y la sociedad debe ser honrado. Nos obliga, no solo el financiami­ento que recibimos para ello, sino la misión histórica originada en los inicios de la vida republican­a de la nación, cuando se selló a la educación como el motor del progreso social. En el contexto educativo, tendríamos el deber, entonces, de ser, además, actores, para citar a la socióloga francesa Gisèle Sapiro.

Decir que una es intelectua­l es afirmar que tiene un impulso por conocer el mundo, más allá de la lucha por no morir de hambre, pulsión que estuvo presente hasta en los pueblos ágrafos, según demostró el antropólog­o francés Claude Lévi-Strauss.

Dedicarse al oficio de pensar equivale a tener el coraje suficiente para usar la propia razón, según reza una de las máximas kantianas más citadas porque quienes, por lo demás, callan.

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