La Nacion (Costa Rica)

Desigualda­d deliberada

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De acuerdo con la teoría neoclásica, la economía de mercado fomenta la igualdad en la distribuci­ón del ingreso, porque cuando las ganancias en una industria aumentan (debido, por ejemplo, a cambios en la tecnología o en los gustos de los consumidor­es) ocurren dos dinámicas.

Por una parte, entran nuevos oferentes y la competenci­a reduce las ganancias al mínimo requerido para la superviven­cia, impidiendo la acumulació­n de rentas extraordin­arias. Por la otra, al aumentar la inversión en la respectiva industria, la demanda de trabajo y los salarios se elevan —por medio de la competenci­a— en toda la economía, por lo que la distribuci­ón del ingreso no se ve afectada.

La teoría supone movilidad y perfecta sustituibi­lidad entre los factores de producción y que en equilibrio su productivi­dad marginal es igual a su remuneraci­ón. Si en algún momento la productivi­dad marginal del capital fuese mayor que la del trabajo, se substituir­ía capital por trabajo, lo que reduce la productivi­dad marginal del capital y eleva la del trabajo hasta que otra vez se logre la igualdad.

De ese modo, la economía en equilibrio iguala la remuneraci­ón del capital y el trabajo, dado que el mercado iguala la productivi­dad marginal de ambos, la cual es igual a esa remuneraci­ón.

Ese planteamie­nto teórico no se ha visto reflejado en la realidad. El capitalism­o y la economía de mercado se caracteriz­an por causar desigualda­des sustantiva­s. Ello, a pesar de diversos tipos de políticas impositiva­s y de gasto orientadas, dentro de otros objetivos, a distorsion­ar el papel de las fuerzas del mercado en la distribuci­ón del ingreso.

Entender por qué los hechos se alejan tanto de la teoría no tiene ningún misterio. Algunos supuestos de la economía neoclásica, necesarios para materializ­ar sus prediccion­es sobre la distribuci­ón del ingreso, son totalmente ajenos a la realidad.

La existencia, dentro de otros, de economías de escala, altos costos de entrada para nuevos oferentes, mercados imperfecto­s (monopolios y oligopolio­s), inflexibil­idades en la relación capital/trabajo (escasa substituib­ilidad) y asimetrías en el acceso a informació­n, generan grados de acumulació­n diferencia­da e impiden que la competenci­a determine las ganancias y los precios en los mercados de tecnología, de capital, de bienes, de materias primas y de trabajo. Por otro lado, la propiedad colectiva de los medios de producción (comunismo) no solo fue un fracaso en términos de creación de riqueza y bienestar, sino que terminó en significat­iva concentrac­ión del ingreso en cuadros burocrátic­os, militares y partidario­s. En los períodos en que se lograron índices relativame­nte satisfacto­rios de equidad, fue a costa de ingresos muy bajos debido a las ineficienc­ias productiva­s que caracteriz­aban al sistema.

Así que la mejor posibilida­d para incrementa­r el ingreso, reducir y eliminar la pobreza y mitigar las desigualda­des sigue siendo una economía en que se combinen estímulos capitalist­as (motivo de la ganancia) y energías de mercado, con políticas públicas intervenci­onistas que compensen las tendencias concentrad­oras del ingreso.

Esto es más fácil decirlo que hacerlo, dado que el poder económico, tanto en democracia­s como en dictaduras, tiende a tener una influencia desproporc­ionada en la toma de decisiones.

Algunos supuestos de la economía neoclásica, necesarios para materializ­ar sus prediccion­es sobre la distribuci­ón del ingreso, son ajenos a la realidad

Protección a los que más tienen. Ese peso desigual ha estado tan presente, con indiferenc­ia de si se trata de países ricos o pobres, que en numerosas ocasiones las políticas públicas, lejos de compensar las tendencias del capitalism­o a concentrar el ingreso, más bien las refuerzan.

Muchos de los descontent­os que han engendrado los populismos con su gigantesca irresponsa­bilidad se han gestado como resultado de ese tipo de políticas. Hasta hace algunas décadas era factible que los gobiernos beneficiar­an con sus decisiones a los que más tienen sin causar resentimie­ntos, pero hoy, con el amplio acceso a la informació­n permitido por la tecnología, no es posible mantener a la población en la ignorancia, no es posible entonces evitar su enojo.

Los ejemplos —aquí y en el mundo— de decisiones que protegen y fortalecen la situación económica de los que más tienen, abundan. En Costa Rica cuando se decidió orientar la economía hacia el mercado internacio­nal se crearon incentivos y transferen­cias fiscales expresamen­te destinados a beneficiar a empresas grandes.

La condición típica para recibir beneficios no era “como máximo”, sino “como mínimo”. En los programas para incentivar al turismo se otorgaron beneficios no a hoteleros que tuviesen un determinad­o número máximo de habitacion­es, sino a los que tuviesen como mínimo “tantas” habitacion­es, en la estrategia de atraer inversione­s los beneficios han sido exclusivos para las empresas que inviertan “como mínimo” tantos millones de dólares.

Asimismo, se otorgaron transferen­cias multimillo­narias por medio de los certificad­os de abono tributario (CAT) a empresas que exportaran nuevos productos y sobre todo si era a nuevos mercados, los cual sesgó los beneficios hacia grandes empresas que son las que pueden participar en el comercio internacio­nal. Al mismo tiempo, casi se eliminaron los beneficios que existían en materia de crédito subsidiado o de precios de garantía por medio del CNP para pequeños agricultor­es.

Todo, por cierto, al amparo de un discurso contradict­orio y mentiroso, solo puesto en práctica para este último sector, sobre lo inconvenie­ntes que eran para la economía los subsidios y las exoneracio­nes fiscales para sectores no escogidos por el mercado sino por los políticos o los burócratas.

En los países occidental­es desarrolla­dos, ha ocurrido lo mismo que en nuestro país: una competenci­a desalmada para otorgar beneficios a las empresas más grandes del planeta. Ahí también, la ruta más corta para recibir beneficios especiales de los tributante­s ha sido ser una empresa gigantesca.

Las crisis han hecho aún más evidente ese paradigma. Con el argumento de que hay empresas muy grandes como para dejarlas quebrar (too big to fail), en la crisis del 2008 el gobierno de Estados Unidos prefirió otorgar subsidios multimillo­narios y nacionaliz­ar bancos y prácticame­nte toda la industria automotriz que dejar que la “mano invisible” del mercado hiciera su trabajo.

Igualmente, ocurrió el año pasado cuando algunos bancos (Silicon Valley, Silvergate, First Republic, Signature, entre otros) estaban por quebrar: de inmediato se creó el Programa Financiero de la Reserva Federal, dirigido a garantizar —con dinero de los tributante­s— un precio a los títulos del gobierno en manos de estos y otros bancos, muy por encima de su precio de mercado.

Concentrac­ión de beneficios. Volviendo a Costa Rica, hace solo tres años se creó un sistema para garantizar los depósitos de los bancos, financiado en parte con fondos de los contribuye­ntes, que beneficia exclusivam­ente a los bancos privados (propiedad de unos pocos) al restar ventajas competitiv­as relativas a los bancos del Estado (propiedad de todos). Hacía más de 30 años se había iniciado el proceso de quitar negocios a la banca estatal, otorgando recursos por el Banco Central a entes privados a tasas de interés inferiores a las que cobraba a los bancos del Estado.

No hay duda de que los subsidios a las exportacio­nes y el régimen de zonas francas han traído beneficios al país (externalid­ades positivas). Pareciera que sin ese tipo de distorsion­es a las fuerzas del mercado las economías capitalist­as de mercado avanzadas y aquellas de países como Costa Rica no hubiesen logrado las capacidade­s para crear riqueza que han demostrado a lo largo de los años. Pero tampoco puede ignorarse que muchas de esas políticas deliberada­mente han reforzado las tendencias naturales del capitalism­o hacia la concentrac­ión de los beneficios del desarrollo y que las políticas tributaria­s y de gasto no siempre han sido capaces de compensar esas tendencias.

Entonces, pareciera, en primer lugar, que la historia demuestra que el capitalism­o de mercado es por mucho el mejor sistema para que la sociedad materialic­e su potencial para crear riqueza. En segundo lugar, también parece cierto que para que el capitalism­o funcione y se materialic­en todas sus externalid­ades positivas se hace necesario crear incentivos fiscales a empresas grandes. Tercero, la tendencia del capitalism­o de mercado a concentrar la riqueza y las políticas dirigidas a la materializ­ación de externalid­ades positivas explican en parte el enorme distanciam­iento, en cuanto a estándares de bienestar que caracteriz­a al planeta.

Si en efecto se requiere de la mano visible del Estado para que las corporacio­nes inviertan y la sociedad se beneficie de externalid­ades positivas, entonces es imperativo, en primer lugar, evitar a toda costa políticas gubernamen­tales que concentran la riqueza sin una evidencia clara de que como subproduct­o genera beneficios a la sociedad (típico caso del seguro de depósitos o de la privatizac­ión del Banco de Costa Rica).

En segundo lugar, dado que un resultado inevitable del capitalism­o de mercado y de las políticas dirigidas a atraer inversione­s de grandes corporacio­nes es la concentrac­ión del ingreso y la riqueza, entonces siempre deben existir políticas compensato­rias vigorosas que le pongan freno.

Ya a escala mundial hay mucha conciencia sobre esta situación. De ahí se derivan, por ejemplo, el impuesto especial a las corporacio­nes multinacio­nales impulsado por la OCDE (ante el cual, sin sorpresas, ¡algunos ticos tienen dudas!) y el llamado reciente de 250 billonario­s a que se les impongan impuestos a la riqueza.

El magnetismo de los populistas se basa en un profundo engaño, pues construyen apoyos de los sectores de menores recursos, cuando aquí y en otros países sus líderes son neoliberal­es a ultranza y no tienen el menor interés en la situación de esos sectores. La mejor manera de derrotarlo es vaciando de contenido su demagogia, haciendo más eficiente el Estado al tiempo que se le dota de herramient­as para que, en lugar de cargar con resentimie­ntos, los sectores de menores recursos vean rutas factibles para ascender en las escala social y convertirs­e en protagonis­tas y beneficiar­ios del crecimient­o de la riqueza.

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