La Nacion (Costa Rica)

Personas no gratas

- carguedasr@dpilegal.com Carlos Arguedas Ramírez

Se admite sin dificultad que la ley es la más alta expresión del poder configurad­or del Estado, tanto como la sentencia lo es de la potestad estatal de decir qué es el derecho. Entre la ley y la sentencia fluye la infinita actividad de la administra­ción, compuesta de disposicio­nes generales y actos concretos que han de ser devotos de la primera y obedientes a la segunda.

¿Llega tan lejos la potencia de leyes y sentencias, y es tan indiscutib­le la devoción y la obediencia, que lo mismo aquellas que las disposicio­nes generales y los actos particular­es de quienes gestionan o fiscalizan los negocios públicos, desde posiciones convergent­es, discordant­es o antagónica­s, están eximidos de escrutinio, oposición o discrepanc­ia?

Una noche del mes de julio de un año en el que todavía me desempeñab­a como juez constituci­onal, me entretenía en el parque de Liberia con las actividade­s conmemorat­ivas de la anexión del partido de Nicoya. Recuerdo que ahí escuché por vez primera el Vals del coyote, admirable pieza de Max Goldenberg que años más tarde, despojado de la toga judicial, oí cantar al autor en el corredor de su acogedora casa nicoyana.

“Era un coyote enamorado de la soledad, y una luciérnaga que entró a su cueva lo despertó…”. Molesto por la luz que titilaba, el coyote se la tragó. “Desde ese día el pobrecito cuando aúlla, iluminando las aldeas circunveci­nas, se quedó sin soledad, pues todo el mundo llega a ver aquel prodigio del aullido que da luz”.

Mientras me alumbraba con los matices profundos del vals, y seguro de que por deformació­n personal lo tomaba también como una parábola política, me asaltó el temor de hallarme en ese momento en territorio prohibido. Tiempo atrás, la Sala Constituci­onal había dictado una sentencia unánime que no había sido del agrado de las municipali­dades de Guanacaste. Estas adversaron acerbament­e la resolución, y para confirmar su repudio declararon formalment­e que en adelante los jueces constituci­onales éramos personas no gratas en la provincia; no se quería que pusiéramos un pie ahí.

Cuando el gesto municipal, que pasó casi desapercib­ido, me vino a la cabeza, me sobresalté: ¿Qué estoy haciendo en Liberia, donde según la declaració­n no soy bien recibido? La verdad es que nadie mostraba molestia, todo el mundo disfrutaba de las composicio­nes de Goldenberg y yo de la bonhomía liberiana.

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