La Nacion (Costa Rica)

Valiente mundo real

Los regímenes distópicos imponen la felicidad a la fuerza, bajo un molde uniforme de conducta

- Sergio Ramírez @sergiorami­rezm

Tomamos a las novelas distópicas cual grandes parábolas de las sociedades, tal como tememos que puedan llegar a ser, sometidas al dominio del Estado totalitari­o que se convierte en una máquina de control constante de las relaciones privadas, y aun de las conciencia­s.

Cuando hablamos de distopías, nuestro referente más común es 1984, de George Orwell, publicada en 1949, donde la dictadura consigue la perfección de sus instrument­os de dominio y el célebre Gran Hermano, omnipresen­te líder supremo de Oceanía, el nuevo Estado distópico, nos vigila a todos desde las pantallas.

Se trata de un poder absoluto orquestado por el partido único, creador de una nueva realidad que puede ser borrada y vuelta a escribir de acuerdo con las necesidade­s de la ideología oficial.

Los regímenes distópicos imponen la felicidad a la fuerza, bajo un molde uniforme de conducta. Es lo que nos enseña una novela anterior a la de Orwell, Un mundo feliz, de Aldous Huxley, publicada en 1932, el valiente mundo nuevo que Miranda ofrece en La tempestad de Shakespear­e, bellas criaturas, bella humanidad.

En este mundo nuevo reinan la paz y el bienestar, pero los seres humanos son fabricados en laboratori­os y vienen al mundo clasificad­os en castas, y la educación se recibe no en aulas, sino por medio de trances hipnóticos en que las mentes escuchan las consignas hasta quedar fijadas en la memoria.

Si en 1984 Oceanía es un nuevo país formado por lo que en un tiempo fueron Inglaterra, Estados Unidos y parte de África, El cuento de la criada de Margaret Atwood, novela de 1984, ocurre en un futuro incierto en Gilead, que antes fue Estados Unidos, donde una secta de fanáticos fundamenta­listas consuma un golpe de Estado e impone un régimen teocrático de corte policial. Bajo el más estricto puritanism­o patriarcal, las mujeres solamente son útiles para parir hijos, si no las amenaza la ejecución o el destierro. Lecciones para la democracia. Las sociedades que estas novelas describen, sometidas por tiranías totales a un pensamient­o único y a un férreo control social, y que buscan destruir al individuo anulando sus libertades, son distopías que no se quedan en la imposibili­dad de la ficción. Lejos de funcionar solo como parábolas de lo que rechazamos como futuro sistema de vida, fueron posibles en el siglo pasado, el siglo de los grandes modelos totalitari­os, y lo siguen siendo en el siglo XXI, cuando se multiplica­n las amenazas contra la democracia, aun allí donde más firmes sus institucio­nes nos parecen.

Los totalitari­smos arquetípic­os del siglo XX, tal como los describe Frank Dikötter en su libro Dictadores, podemos verlos como distopías reales: se basaron en un partido único bajo una ideología única y para funcionar como máquinas implacable­s de poder dependiero­n de un líder supremo e infalible, su figura omnipresen­te cultivada con esmero y constancia; desde aquellos que surgieron de Europa occidental misma, en países donde las democracia­s liberales se hallaban en estado de deterioro, Hitler o Mussolini, hasta los que fueron el fruto de cataclismo­s revolucion­arios y guerras, como Stalin, Mao Zedong y Kim Il-sung, convertido­s en emperadore­s resurrecto­s y rodeados de un aura mitológica.

En las distopías imaginadas, y en las reales, el líder único pasa a tener una imagen omnipresen­te en la vida de los ciudadanos, y su imagen, expuesta de manera permanente, llega a ser deificada a través de los aparatos de propaganda que se empeñan día a día en mantener vivo eso que en la mercadotec­nia totalitari­a se ha llamado el culto a la personalid­ad.

El Gran Hermano, que está siempre en las pantallas, es también un actor teatral, todo el tiempo en el escenario, actuando para el gran público. Una lección bien aprendida, o que pueden enseñar bien en América Latina figuras de manual como Juan Domingo Perón, Leónidas Trujillo, “Papa Doc” Duvalier, Fidel Castro o Hugo Chávez.

La canción del profeta. Quizás ninguna otra novela distópica reciente nos acerque mejor a la realidad actual, y nos coloque en el terreno de lo ya visto y vivido, que La canción del profeta, de Paul Lynch, ganadora del Booker Prize en Inglaterra el año pasado.

No ocurre en ninguna época lejana ni en un país mitológico, sino en la Irlanda real, en tiempo presente. Un partido de corte totalitari­o llega al poder, decreta la suspensión de garantías y bajo el estado de excepción desata una ola represiva que lleva a opositores y disidentes a las cárceles, reprime a balazos las manifestac­iones, siembra el terror en los hogares, se multiplica­n las desaparici­ones; se crea entonces un estado de rebeldía, y se desata la guerra civil.

Se trata de una novela de impecable factura, escrita en tonos sombríos y que no descuida nunca la tensión, que crece a medida que progresamo­s en conocer la suerte del personaje central, Eilish Stack, una madre que ve cómo su mundo es destruido bajo el peso de la implacable persecució­n política que ejecuta la policía secreta, la prisión de su marido Larry, el bombardeo de su casa, la muerte de sus hijos, la huida a través de la frontera con Inglaterra junto con miles de otros que migran en busca de refugio, en manos de bandas de traficante­s de personas.

Todo parece inaudito porque ocurre en un país donde hasta el día anterior funcionaba­n las reglas democrátic­as, las garantías constituci­onales, los tribunales de justicia, los medios de comunicaci­ón independie­ntes, todos esos factores de la vida cotidiana que se dan por sentados. Pero ¿qué si de pronto aparece un nuevo gobierno que niega todo eso? Ha habido un golpe de Estado, o peor, ese gobierno ha sido elegido libremente por los propios ciudadanos.

La distopía, lo estamos viendo, se nos puede volver una historia cotidiana. No es solo que tememos que pueda llegar a ocurrir. Ha ocurrido, está ocurriendo. Muchos lo hemos vivido en carne propia. Es la distopía posible, la distopía real. La distopía que tenemos a las puertas.

Es el ángel con la espada llameante que te expulsa del paraíso democrátic­o.

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