Provechosa derrota
Pocas cosas han sido para mí tan amargas como la derrota de mi candidato presidencial en las elecciones de 1966. Fueron unas elecciones bravas. En las semanas siguientes al 6 de febrero, el día en que el desastre se consumó, incapaz de sobreponerme al acontecimiento, pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio.
Recordarán los aficionados al boxeo que unos meses antes de aquel episodio la carrera de Floyd Patterson, excampeón mundial, había entrado en declive. Tras una nueva derrota declaró que “lo peor de perder es tener que salir caminando del ring y dar la cara ante toda esa gente”. A mí me pasó que no quería salir a la calle ni decir palabra: aprendí que las grandes aflicciones son mudas. Fue la primera vez que voté, y perdí. Seguro de que el resultado iba a ser otro, me había entregado sin fisuras al sentimiento cerril al que se refería Gore Vidal cuando escribía que a veces no basta con triunfar: los demás tienen que fracasar.
Durante la campaña que precedió a las votaciones denostaba con convicción al que a fin de cuentas resultó candidato vencedor, de quien en realidad sabía muy poco y al que no conocía. No sé quién dijo que puede ser la intensidad de nuestro empeño lo que nos vuelve ciegos a otras realidades. ¿Recuerdan a Vito Corleone?: “Nunca odies al enemigo; afecta tu juicio”, aconsejaba.
Mucho tiempo después de terminar su gobierno, me dio por acompañar a un amigo a la imprenta donde al ya expresidente se le podía encontrar frecuentemente: nos dispensaba un rato de paciente conversación ese hombre respetuoso y afable que escuchaba sonriente cuando yo le contaba del dolor enorme que su victoria electoral me había causado. Era una manera discreta de presentarle mis disculpas.
Se ha escrito con acierto que en la política, como en la vida, el reto consiste en aprender de los propios errores. Un aforista propone que “en la vida es mejor perder sabiendo perder que ganar no sabiendo ganar”.
Estoy persuadido de que perder fue lo mejor que me pudo pasar. Me dio habilidades para afrontar la participación en los ritos políticos con interés, pero sin saña ni desabrimiento; no con imparcialidad ni falta de entusiasmo, pero sí con serenidad y comedimiento. Se dirá que ingenuamente.