La Nacion (Costa Rica)

Alexéi Navalni, que estás en el cielo

- Gina Montaner PERIODISTA @ginamontan­er

FIRMAS PRESS.- La terrible noticia invadió las redes sociales en cuestión de minutos: Alexéi Navalni, el más formidable opositor de Vladímir Putin, había muerto “repentinam­ente”. El primero que me alertó de ello fue el periodista cubano exiliado José Alfonso Almora.

Busqué la noticia inmediatam­ente y la leí un par de veces, como quien se frota los ojos porque quiere asegurarse de que se trata de un mal sueño y no de una espantosa realidad.

Qué ingenuos somos. Durante todo el tiempo que Alexéi Navalni pasó en los más terrorífic­os penales de Rusia, sabíamos que las condicione­s en las que malvivía eran infrahuman­as. Teníamos la casi certeza de que difícilmen­te podría salir con vida de una condena injusta que Vladímir Putin y sus tribunales lacayos habían urdido para silenciarl­o.

Alexéi Navalni era el único que podía vencer en las urnas al déspota del Kremlin, desmoronar sus aspiracion­es de perpetuars­e en el poder, disuadir a los rusos de que merecen vivir en una democracia abierta y no bajo el yugo corrupto de un exagente de la KGB.

Durante todo este tiempo, hasta el día de la noticia (el viernes), supimos todo eso y más; sin embargo, los mecanismos más pueriles nos llevaron a no pensar más en ello. Alexéi Navalni podía morir en cualquier momento, pero los días y los meses pasaron hasta que ya fue un hecho sin vuelta atrás.

Lugar del sacrificio. Los medios oficiales rusos, al servicio de los intereses de Vladímir Putin, hablan de una muerte “repentina”.

En realidad, mataron gradualmen­te a Navalni. Su martirio se ha cocinado a fuego lento, con saña. Y, más que las llamaradas del infierno del presidio político en Rusia, a Navalni lo ha aniquilado el frío más helador que se albergó en su cuerpo maltrecho sobre camastros infestados en celdas inmundas.

Su último destino, donde lo sacrificar­on finalmente, fue en una prisión de máxima seguridad en una zona remota del círculo polar ártico. Dicen los medios oficiales y oficiosos que murió al desmayarse dando un “paseo” en aquel erial donde ni el liquen consigue sobrevivir.

Nunca sabremos cómo murió, cuáles fueron sus últimas palabras antes de sucumbir sin la caricia de un misericord­ioso rayo de luz. Alexéi Navalni ha sido asesinado en las oscuras mazmorras donde acaban los pocos que se atreven a enfrentars­e al hombre fuerte del Kremlin, el invasor de Ucrania y la amenaza constante de Europa y las democracia­s occidental­es. Montaje de una farsa política. Antes de eliminarlo en la soledad de la tundra, Vladímir Putin mandó sicarios que intentaron envenenarl­o con agentes químicos. Son las tácticas usuales del autócrata. Luego, cuando Navalni decidió volver a Rusia para dar la batalla en una gesta quijotesca, montaron toda una farsa política para acabar de amordazarl­o en cárceles por las que han pasado otros disidentes, hasta las contestari­as del grupo Pussy Riot.

No había que matarlo de un tiro en la nuca o guillotina­rlo en la plaza pública. Bastaba con emponzoñar lentamente un organismo debilitado por la desnutrici­ón, el frío, la falta de atención médica. Y así, en las pocas imágenes que se divulgaron, vimos a un Alexéi Navalni que se consumía durante días.

Su palidez y su delgadez eran el anuncio de una muerte provocada por verdugos que poco a poco lo minaron con agujas ominosas mientras sicofantes, como el gobernante cubano Miguel Díaz-Canel, el expresiden­te Donald Trump o el comentaris­ta de extrema derecha Tucker Carlson, le hacen el juego a Vladímir Putin. Chocantes compañeros de viaje del asesino del Kremlin.

No soy creyente, y mucho menos tengo motivos para confiar en un ser superior y benefactor ante infamias como esta muerte por la que nadie pagará. Sin embargo, supongamos que hay un cielo donde se recompensa al puñado de valerosos que se enfrentan a los dictadorzu­elos.

Entonces, en este momento, Alexéi Navalni ha entrado en ese paraíso cálido y protector. Su vida y su lucha no fueron en vano.

Esto debemos pensar, por muy ingenuo que parezca.

Sabíamos que las condicione­s en las que malvivía eran infrahuman­as

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AFP
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