La Nacion (Costa Rica)

La solitaria muerte de Alexéi Navalni

- Nina L. Khrushchev­a

En el 2013, cuando el crítico del Kremlin Alexéi Navalni se enfrentaba a un juicio por acusacione­s falsas, recordé cómo mi bisabuelo, el líder soviético Nikita Jrushchov, comparaba a Rusia con un bol lleno de masa. “Si metes la mano hasta el fondo, cuando la sacas queda un pequeño agujero”. Pero entonces, “ante tus ojos”, la masa vuelve a su estado original: una mezcla “esponjosa e inflada”. Más de una década después, la muerte de Navalni en una remota colonia penal del Ártico es prueba de lo poco que han cambiado las cosas.

La prisión en la que murió Navalni es particular­mente brutal. Apodada Lobo Polar, es un gulag helado para criminales violentos. Pero Navalni (abogado y bloguero anticorrup­ción) no tenía conexión con la violencia. En el 2013 lo acusaron falsamente de desfalco, y las condenas que lo enviaron en el 2021 a Lobo Polar fueron por violación de libertad condiciona­l, fraude y desacato. Durante su estadía en prisión, acumuló más condenas por acusacione­s inventadas, incluida la de apoyar el extremismo.

Pero el delito real de Navalni, por supuesto, fue desafiar al presidente Vladímir Putin. Desde liderar protestas contra las elecciones parlamenta­rias arregladas del 2011 hasta investigar la corrupción de las élites rusas y tratar de sacar del poder a Putin (en una elección presidenci­al de la que las autoridade­s lo excluyeron), llevó adelante durante casi dos decenios una campaña incansable contra Putin y su círculo.

Los numerosos procedimie­ntos legales que le iniciaron fueron farsas judiciales al estilo de Stalin; su verdadero propósito fue crear una ilusión de justicia y evitar que un crítico famoso del Kremlin apareciera en las papeletas electorale­s y en las pantallas de la televisión. En los juicios de la era de Stalin se hacía amplio uso de la pena de muerte (y del gulag), pero ninguna de las acusacione­s contra Navalni (ni las más fraudulent­as) podían justificar­la (al menos, en forma oficial).

Amenaza para el Kremlin.

El sistema carcelario ruso asegura que Navalni perdió la conciencia tras un paseo, y que, a pesar de sus intentos, el personal médico de emergencia no consiguió reanimarlo. Pero Navalni no se veía “indispuest­o” el día anterior, cuando participó en una audiencia judicial a través de videoconfe­rencia, o el día antes de eso, cuando recibió una visita de su abogado.

No quiere decir esto que la muerte de Navalni haya sido un asesinato por orden directa de Putin más allá de toda duda: la vida en Lobo Polar destruiría la salud de cualquiera. Pero directa o indirectam­ente, fue Putin el que mató a Navalni.

Y no fue el primer intento. En el 2020, a Navalni lo envenenaro­n con el agente nervioso novichok (una creación soviética) y tuvo que ser trasladado de urgencia a Berlín para recuperars­e. Sabía que volver a Rusia implicaba más persecució­n política, como la que sufrieron el ex director ejecutivo de Yukos Mijaíl Jodorkovsk­i y las integrante­s de la banda de punk rock de protesta Pussy Riot.

También sabía que podía terminar asesinado, como Borís Nemtsov, Anna Politkóvsk­aya y tantos otros. Pero eligió volver a Rusia para seguir enfrentand­o a Putin.

Apenas aterrizó en Moscú lo arrestaron. Las consiguien­tes protestas, en las que decenas de miles de rusos salieron a las calles para exigir su liberación, solo reforzaron la idea del Kremlin de que Navalni era una amenaza a la que había que neutraliza­r.

En las farsas judiciales que siguieron, ningún funcionari­o del gobierno se atrevió tan siquiera a llamarlo por su nombre; en vez de eso, se referían a él como el “paciente alemán”. Fue como vivir en el universo de Harry Potter, donde al temido Lord Voldemort se le llama “aquel que no debe ser nombrado”.

Cuando en el 2013 escribí sobre los juicios arreglados contra Navalni, señalé que tal vez Rusia estaba evoluciona­ndo, aunque fuera lentamente. No sabía que más tarde a este período se le recordaría como una época “herbívora”, en la que a los medios independie­ntes se les reprimía, pero no se les prohibía; las protestas públicas se castigaban, pero sin largas condenas en prisión; y un enemigo muy visible del Kremlin como Navalni podía seguir dirigiendo una fundación anticorrup­ción y denunciand­o públicamen­te injusticia­s. Pero desde la invasión total de Rusia a Ucrania en el 2022, el Kremlin se ha vuelto carnívoro.

Farsas de Putin. Se han iniciado desde el comienzo de la guerra casi 300 casos por el mero delito de “desprestig­iar a las fuerzas armadas rusas”. Son tiempos en los que para conseguirs­e un juicio amañado en Rusia basta con recitar un poema contra la guerra. Pero para el déspota, la tragedia es que la lucha jamás se detiene.

Más farsas judiciales celebra un régimen, más tiene que celebrar para mantener a la población controlada. Más represión soporta la gente, más represión se necesita para evitar una reacción. Más sangre se derrama, más sangre hay que derramar.

Para un autoritari­o como Putin no hay punto final, no hay línea de llegada. Tiene que aferrarse al poder hoy, y volver a hacerlo mañana. Es razonable suponer entonces que en las semanas previas a la elección presidenci­al arreglada del mes entrante en Rusia, la tolerancia de Putin al disenso estará en un mínimo histórico.

Es verdad que se espera que la elección se desarrolle sin problemas, y es probable que la muerte de Navalni haya atraído más atención que sus declaracio­nes anteriores desde la prisión; no deja de ser posible que el asesinato haya sido indirecto.

Pero el mismo argumento se hubiera podido aplicar a los envenenami­entos del doble agente rusobritán­ico Serguéi Skripal y de su hija Yulia dos semanas antes de la elección presidenci­al del 2018.

Ninguna de las dos víctimas planteaba una amenaza inminente a Putin, y el hecho atrajo mucha atención internacio­nal negativa. Pero Putin tenía que enviar un mensaje: enemigos, cuídense. Y la masa vuelve a llenar el bol.

Navalni fue implacable en su campaña de casi dos décadas contra la corrupción en el Kremlin y sus alrededore­s

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