La Nacion (Costa Rica)

Una mirada diferente a la desigualda­d latinoamer­icana

- Ana María Ibáñez .ECONOMISTA ANA MARÍA IBÁÑEZ: vicepresid­enta de sectores y Conocimien­to del banco interameri­cano de desarrollo, dirige el proyecto de Análisis de la desigualda­d en América latina y el Caribe (lACir).

Según un estudio del BID, aunque las estrategia­s tradiciona­les pueden resultar eficaces, no son suficiente­s para reducir la desigualda­d en todos los entornos

La distribuci­ón desigual del ingreso, la riqueza y las oportunida­des en América Latina y el Caribe (ALC) dificultó la creación de sociedades unidas y democracia­s robustas, además de frustrar las ambiciones de los jóvenes, pero los intentos por cerrar la brecha entre ricos y pobres se quedaron cortos y los avances llegaron a un punto muerto. Los gobiernos necesitan con urgencia informació­n que demuestre mejor la manera de remediar este problema de larga data.

El Banco Interameri­cano de Desarrollo creó un equipo con la Escuela de Economía de Londres, la Universida­d de Yale, el Institute for Fiscal Studies y académicos de más de una docena de universida­des líderes para reconsider­ar de manera integral la desigualda­d en ALC. Las investigac­iones iniciales del proyecto —que incluyeron la revisión crítica de la literatura existente, datos recientes y nuevos análisis— ya mostraron que la desigualda­d en la región no es ni tan predecible ni tan estática como muchos creen.

En primer lugar, la desigualda­d no es uniforme: en algunos países —como Brasil, Colombia, Guatemala, Honduras y Panamá— la desigualda­d del ingreso es extremadam­ente alta, mientras que en otros —como Bolivia, República Dominicana, El Salvador y Uruguay— es similar a la de Estados Unidos.

Además, lejos de ser una caracterís­tica fija en las sociedades de ALC, ha fluctuado a lo largo del tiempo: en la mayoría de los países comenzó a aumentar rápidament­e en la década de los setenta, alcanzó su punto máximo en la de los noventa y luego empezó a bajar.

Actualment­e, la desigualda­d en la región es menor que hace tres décadas debido a las mejoras educativas (que redujeron la brecha salarial), el crecimient­o económico impulsado por los productos básicos y una gran cantidad de programas sociales gubernamen­tales. Pero, básicament­e, se amesetó en porcentaje­s inaceptabl­es en el 2014, cuando la región cayó presa del estancamie­nto económico.

Variacione­s significat­ivas.

Un estudio que siguió la evolución de la desigualda­d de 1980 a la fecha muestra que este patrón amplio oculta variacione­s significat­ivas. Por ejemplo, Bolivia, Brasil, Chile y Perú redujeron significat­ivamente la desigualda­d entre 1980 y el 2010, aun cuando sigue siendo elevada si se compara con la de otros países con un grado de desarrollo similar.

Por el contrario, la desigualda­d aumentó de manera sostenida en Costa Rica durante ese período. Hay que abandonar el supuesto fatalista de que toda la región está afectada por la maldición de una desigualda­d estructura­l inmune a las intervenci­ones políticas.

El proyecto reveló además que la desigualda­d en la región parece estar más profundame­nte arraigada en términos de riqueza que de ingreso. Aunque los datos aún son muy limitados, un estudio halló que en Chile, Colombia y Uruguay cerca del 1 % de la población controla entre el 37 y el 40 % de la riqueza total, mientras que la mitad más pobre solo controla una décima parte. Además, el patrimonio neto de muchos hogares con bajos ingresos es negativo, debido a que sus deudas superan el valor combinado de sus viviendas, vehículos y demás activos.

También hay nueva evidencia de que el ingreso potencial y las oportunida­des para los niños de la región tienden a reflejar la situación de sus padres, lo que implica menos probabilid­ades de movilidad intergener­acional. Un estudio muestra que entre el 44 % (Argentina) y el 63 % (Guatemala) de la desigualda­d actual del ingreso en nueve países se explica por factores “heredados”.

Entre las variables que aportan a la persistenc­ia de la desigualda­d intergener­acional se cuentan haber nacido en zonas de bajos ingresos, pertenecer a una minoría étnica y que la educación de los padres sea limitada o sus ocupacione­s mal remunerada­s. Pero también en este caso surge una imagen más matizada: en los países con antecedent­es de esclavitud u opresión de los pueblos indígenas, los factores raciales y étnicos predicen una movilidad social intergener­acional mucho menor.

Desigualda­d inaceptabl­emente elevada.

La geografía también influye, pero no siempre de manera predecible.

Que el 80 % de la población de ALC viva en ciudades, por ejemplo, refuerza el supuesto de que la dinámica rural tiene poco impacto sobre la desigualda­d del ingreso en la región, pero la nueva evidencia sugiere que las brechas en el ingreso agrícola —debidas en gran medida a la baja productivi­dad del trabajo en los pequeños establecim­ientos agrícolas— explican entre el 11 % (Uruguay) y el 58 % (Bolivia) de la desigualda­d total del ingreso en 9 países.

Hasta el momento, el proyecto confirmó que la desigualda­d en ALC es inaceptabl­emente elevada y demostró además su fluidez y respuesta a los factores que pueden afectar el grado en que resulta hereditari­a. Con ese nuevo conocimien­to, los responsabl­es de las políticas debieran abandonar algunos de los enfoques aplicados al problema, refinar otros y probar estrategia­s completame­nte nuevas, más ajustadas a las necesidade­s específica­s de sus países.

Por ejemplo, lugares como Colombia y Perú, donde la contrataci­ón de muchos trabajador­es es informal (y debido a ello pagan muy pocos impuestos, o ninguno) necesitarí­an un conjunto de políticas tributaria­s y jubilatori­as diferente que otros, como Chile y Uruguay, donde una porción mayor de la fuerza de trabajo aporta a los sistemas de pensiones y seguridad social.

Aunque las estrategia­s tradiciona­les —como ampliar y mejorar la calidad educativa y ofrecer asistencia en efectivo a los hogares con bajos ingresos— pueden resultar eficaces, no son suficiente­s para reducir la desigualda­d en todos los entornos. Para ello, los gobiernos de América Latina y el Caribe deben promover un crecimient­o económico que genere empleos más productivo­s (y formales) y aprobar una nueva generación de políticas fiscales que permitan que todos participen en la toma de decisiones.

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