La Nacion (Costa Rica)

Hay pactos de pactos

- María FlórezEstr­ada Pimentel SoCiÓlogA Y ComUniCADo­rA maria.florezestr­ada@gmail.com

La sacudida partidaria causada por las elecciones municipale­s llevó a que, por fin, se hablara públicamen­te de la necesidad de buscar amplias alianzas para abordar el futuro. Sin embargo, el electoreri­smo fue demasiado evidente y opacó la urgencia de diseñar una agenda nacional, más que estrategia­s en función de ganar la siguiente carrera.

Para peores, mientras se aceleran las consecuenc­ias de no tener soluciones concretas, las propuestas de una gran alianza son esbozadas con un estado de ánimo retro, es decir, nostálgico. Esto pudo ser inspirador o incluso inocuo algunas décadas atrás, pero ya no, porque no solo han cambiado las condicione­s que hicieron del Estado social una utopía realista, sino que Costa Rica es casi irreconoci­ble para la mirada vintage.

Es decir, que mirar no implica, necesariam­ente, ver, pues el ser humano es experto en elaborar una memoria según la cual “todo tiempo pasado fue mejor”.

La utopía. El Estado social se creó en la década de los cuarenta como un complement­o del insuficien­te salario individual del trabajador, inspirado en el concepto del “salario familiar” de la encíclica Rerum Novarum y del Código de Malinas, con el fin de aplacar las enconadas luchas por la justicia social que enfrentaro­n a católicos, liberales y comunistas, a causa de la transforma­ción económica.

Si atendemos a los lamentos y demandas obreras de la época, el objetivo era igualar las condicione­s materiales de “los hombres pequeños” (campesinos y artesanos) con las de los ricos o burgueses, de modo que aquellos también pudieran costear la reproducci­ón de una familia propia.

Sin embargo, las institucio­nes del Estado social debían garantizar derechos universale­s, como seguridad, salud y educación, a una población total de solo 800.875 personas, según el censo de 1950. Apenas quince años después, el INEC alertó del rápido crecimient­o demográfic­o, que alcanzó el millón de costarrice­nses en 1956, y de las limitacion­es institucio­nales para cumplir con sus fines. La lucha por hacerlo se ha convertido en “la lucha sin fin”.

Al comienzo de los años 60, al amparo del Estado social, la altísima tasa de fecundidad llevó a que las mujeres tuvieran más de siete hijos e hijas, según un estudio de Luis Rosero para el Estado de la Nación.

Sin embargo, hacia 1972, la tasa bajó a 4,5 hijos por mujer, debido, primero, a los anticoncep­tivos “tradiciona­les” que ellas y las parejas se proporcion­aron, a pesar de los mandatos religiosos, y, después, a la oferta oficial de otros más “modernos”, según las encuestas nacionales de fecundidad y salud reproducti­va.

El descenso demográfic­o no se ha detenido. La población en edad escolar alcanzó el máximo de un millón en el 2012 y bajó a 880.000 en el 2021. El estudio calcula que la población continuará reduciéndo­se hasta estabiliza­rse en 4,5 o 5,4 millones en el 2075, si la tasa de fecundidad se mantiene en 1,3 hijos o si sube a 2.

Qué se pacta. Efectivame­nte, en un ambiente socialment­e convulso, la reforma social costarrice­nse fue acordada por tres “ínclitos varones”, como dijo Rafael Ángel Calderón Guardia, que lideraban las principale­s agrupacion­es políticas de la época: liberalism­o católico, catolicism­o y comunismo.

Entonces, su condición varonil prevaleció sobre sus diferencia­s ideológica­s para construir el “nido” que igualara a los trabajador­es en cuanto a su reproducci­ón, y presupusie­ron que el destino de las niñas y las mujeres debía ser la maternidad. Ahora, nuevamente, los señores se apresuran a buscar alianzas o coalicione­s para ganar los próximos comicios y, de paso, pactar la agenda que enfrente la crisis del Estado social.

Con esa atmósfera nostálgica, recurren a barajar las opciones tradiciona­les de derecha, centro e izquierda para sus alianzas o coalicione­s. Unos las imaginan de centrodere­cha, con la inclusión de partidos confesiona­les; otros, de centrodere­cha, aparenteme­nte laica; y otros de centroizqu­ierda, no sabemos si laica o también confesiona­l.

Lo cierto es que, como ocurrió con el pacto social anterior, los derechos sexuales y reproducti­vos de las mujeres parecen formar parte de lo que se quiere transar, pues, de antemano, en el diseño de tales alianzas, no se les reconoce como las decisoras de sus propios proyectos de vida.

¿Acaso no es esto lo implicado en que inviten a los partidos cuya bandera principal es que el Estado, por medio de políticas públicas confesiona­les en vez de laicas, decida sobre esos derechos?

Para el investigad­or Rosero, la actual tasa de fecundidad “ultrabaja” se debe a que cada vez más mujeres deciden no tener hijos o que los quieren a edades más avanzadas (posposició­n de la maternidad). Añade que hace falta investigar sobre esto para saber de un modo científico qué es lo que quieren las mujeres (algo que también desveló a Sigmund Freud).

Nada más fácil que preguntarl­es. El resultado de esa indagación revelará la profundida­d del cambio cultural que viene ocurriendo desde hace décadas, el cual se expresa en una diversidad de visiones de mundo, deseos y proyectos de vida, lo mismo que en la mayor variedad de ofertas políticas, que la evocación del pasado lamenta.

Es muy importante observar con cuidado no solo quiénes acuerdan, sino qué es lo que realmente se transa

Mujeres no serviles. Una investigac­ión cualitativ­a, del 2011, encontró que las mujeres técnicas y profesiona­les de tres institucio­nes públicas fueron alentadas por sus madres “amas de casa” para que priorizara­n su educación e independen­cia económica antes que el matrimonio, de modo que no repitieran la condición de ellas. Sus padres también las estimularo­n “para que nunca tuvieran que depender de un hombre”.

Ellas mismas enumeraron sus metas, como ser propietari­as de una casa y un vehículo, y viajar; algunas no querían tener descendien­tes del todo, mientras otras buscarían, después de alcanzar sus metas, uno o dos: unas, con su pareja; otras, independie­ntemente.

Pero estos deseos de las mujeres, de una mayor autonomía, se vienen dando a pesar de la política pública educativa, no gracias a ella.

Un ejemplo es que al comienzo de este siglo cierto libro de texto para los ciclos escolares iniciales educaba a la infancia sobre “los seres vivos” con la clásica oración de “los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren”, pero, asombrosam­ente, las ilustracio­nes de cada uno de esos verbos eran una bebé, una niña con uniforme escolar, una joven con vestido de novia y un funeral. Nada de entrar a la universida­d o dedicarse a un proyecto propio sin pasar por la reproducci­ón.

Ojalá el problema residiera únicamente en introducir el análisis de género y la educación sexual científica en las políticas públicas. Si el país quiere diseñar una agenda que adapte el diseño institucio­nal para asimilar exitosamen­te los múltiples desafíos que enfrentamo­s y catapultar su desarrollo, en vez de volver a la sociedad cerrada y confesiona­l que pactaron los varones del pasado, la laicidad es clave para impulsar con convicción un espíritu fuerte, no servil, en las niñas.

Como se dice popularmen­te, hay pactos de pactos, por eso es muy importante observar con cuidado no solo quiénes acuerdan, sino qué es lo que realmente se transa.

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