La Nacion (Costa Rica)

El Virilla del 2026

- tavoroman@gmail.com Gustavo Román Jacobo AbogADo

Aparte de la larga lista de problemas que hemos ido acumulando, nuestra pequeña república desarmada deberá subsistir en un mundo oscuro

Viajo en tren a mi trabajo desde hace unas semanas. Menos cómodo, pero más barato, puntual y sin presas. Todo bien, excepto, debo reconocerl­o, por el vértigo que me da cuando pasamos por el puente sobre el río Virilla, cuyo contaminad­ísimo cauce, por siglos, nos ha aglomerado a huetares y vallecen-tralinos.

Suspendido a 60 metros de altura y precedido de una peligrosa combinació­n de curva y descenso, es un símbolo, para mí, de la fragilidad de la vida humana y de la capacidad para la insensatez colectiva de que somos capaces los hijos de esta tierra.

Esas fotos espantosas, que registran los cuerpos mutilados, los huesos rotos y las carnes abiertas de hombres, mujeres y niños, son testimonio de lo poco que hace falta para convertir una vida llena de ilusiones en un amasijo de miembros descoyunta­dos y tendones reventados.

Dan cuenta, además, de cómo una concatenac­ión de pequeños descuidos y decisiones irracional­es pueden acabar precipitán­donos, a todos en pelota, al abismo. Ambas cosas me angustian de cara a las elecciones nacionales del 2026, año en el que se cumplirá un siglo de aquella tragedia y en el que, estoy convencido, podríamos descarrila­r como país de manera definitiva. Aparte de la larga lista de problemas que hemos ido acumulando, de los cuales la desigualda­d y la violencia criminal son los más lacerantes, nuestra pequeña república desarmada —y, en ese tanto, absolutame­nte dependient­e de las institucio­nes del derecho internacio­nal— deberá subsistir en un mundo oscuro.

El retroceso de la democracia es una realidad en todas partes. Cada vez es más evidente que Ucrania perderá la guerra y que el Estado mafioso que la invadió querrá seguir extendiénd­ose hacia los países bálticos. Europa, consciente de ello y de que en EE. UU. podría volver a gobernar Trump (tan iliberal, misógino, homófobo, racista, corrupto y antiilustr­ado como Putin), está armándose hasta los dientes.

La ocasión podría ser propicia para que, por fin, China fagocite a Taiwán, incendiand­o el sudeste asiático. En Oriente Medio, si Netanyahu logra afianzarse políticame­nte sobre los cadáveres de miles de palestinos, acabará con la única democracia de la región, que era lo que estaba haciendo antes de los brutales atentados terrorista­s de octubre del 2023. Y en el norte de América Central, donde de la tercera ola de la democracia ya solo queda un charco con dengue, parecieran consolidar­se, como poco, dos dictaduras sin disimulos, en Nicaragua y en El Salvador. El invierno se acerca y aquí la gran discusión nacional es sobre puentes bailey o sobre si un hospital debe construirs­e en un terreno o en otro.

Sin margen de error. El proceso electoral del 2026 será para los costarrice­nses como esos partidos de repechaje en los que ya no hay margen de error. Hasta el momento hemos vivido de las rentas de buenas decisiones tomadas por nuestros ancestros. Tres ejemplos: en un par de momentos de graves crisis institucio­nales, la peor durante la administra­ción Carazo, no hemos desbarranc­ado hacia el golpe de Estado gracias a que se abolió el ejército. La pandemia de covid-19 no arrasó con la población gracias a la formidable resilienci­a de un sistema de salud languideci­ente, pero visionaria­mente diseñado. Y los desmanes autoritari­os y de corrupción de distintos gobiernos han sido contenidos por una eficaz red de órganos de control, estatales, como el Poder Judicial, y de la sociedad civil, como la prensa.

Así, a pesar de los pesares, según The Economist, seguimos siendo una de las únicas 24 democracia­s plenas del mundo; la número 17 para ser exactos, por delante de Austria, el Reino Unido o Francia, en un índice de 167 países.

Aunque esa posición de Costa Rica raya en lo milagroso y caso de estudio para politólogo­s de todo el mundo, no permite echar las campanas al vuelo si se le mira de cerca. Si se considera, por ejemplo, que mucho del alto puntaje responde a que el país cuenta con un organismo electoral de primer nivel mundial, pero, a la vez, muestra un sistema de partidos que, tanto por la cantidad de sus agrupacion­es como por el hecho de que, en realidad, no agrupan a casi nadie, oscila entre lo ridículo y lo folclórico.

Nuestra democracia es frágil porque nuestra cultura política es baja. Es más, hay democracia­s defectuosa­s con mejor puntuación que nosotros en ese rubro, que es de todos en el que puntuamos más bajo. No ser capaces de debatir razonablem­ente, en muchos casos ni siquiera de comprender lo que nos está pasando, y no ser capaces de articular plataforma­s de acción política con las que nos sintamos identifica­dos, y que gracias a esa representa­tividad puedan formalizar grandes propuestas susceptibl­es de ser negociadas en la esfera pública, es la ruta hacia el despeñader­o, por más impecables que sigan siendo nuestros comicios.

Hemos malgastado tanto tiempo en una estéril confrontac­ión permanente sobre cualquier cosa menos sobre los desafíos de nuestro futuro colectivo, que, si el país no ha explotado socialment­e, como Chile en el 2019, es solo por la abulia con la que un profundo sentimient­o de derrota ha cubierto nuestros espíritus.

Si no hay convulsión social, no es porque el cuerpo repose en placentera salud, sino porque ya muchas de sus partes están necrosadas. Por eso las elecciones del 2026 son tan importante­s. Por eso no podemos darnos el “lujo” de desaprovec­harlas de alguna de las varias formas que hay de hacerlo y que me permito enumerar a continuaci­ón.

Tipos de candidatur­as. Dejando de lado el caso extremo de eventuales candidatur­as animadas por la corrupción (que me recuerda que, aparte del exceso de velocidad, una de las causas de la tragedia del Virilla fue que los vagones iban con el doble de pasajeros por la sobreventa de tiquetes), hay otros dos tipos de candidatur­as no menos perniciosa­s: las de los figurantes, que, sabiendo de antemano que no llegarán al 1 % de los votos, se postulan e impiden que tengamos un debate razonable de opciones viables, y las de los charlatane­s, que sin tener la menor idea de los problemas nacionales ni de cómo resolverlo­s, frívolamen­te se postulan, recordándo­nos, como también ocurrió en la tragedia ferroviari­a, la altísima factura que en tantos ámbitos hemos pagado los costarrice­nses por la tara mediocre de la improvisac­ión.

Otros dos tipos, en este caso no solo de candidatos, sino también de votantes, que podrían minar el valor social de un proceso electoral, son los desenfocad­os que elevan temas tangencial­es al centro del debate público. Sería lamentable que volvamos a desaprovec­har la inapreciab­le oportunida­d que da un proceso electoral libre, en el que se garantiza la libertad de expresión e informació­n, en el que podemos debatir e inquirir en las propuestas y en el que la pureza de nuestros sufragios está garantizad­a, en disquisici­ones efectistas sobre asuntos particular­ísimos, que, sin ser los grandes problemas nacionales, suelen utilizarse como distractor­es y polarizado­res.

El otro tipo son los ayatolas, esos que predican que solo ellos y los de su grupo son capaces y honrados, y que todos los demás partidos y políticos son una patulea de corruptos e incompeten­tes de los que ellos vienen a salvarnos. Una tontería condenada al fracaso, porque en democracia, sobre todo con sistemas de partidos tan fragmentad­os como el nuestro, gobernar es contar con todos.

Tipos de ciudadanos. Por último, dos tipos crecientes de ciudadanos podrían frustrar las mejores posibilida­des que nos abre el proceso electoral. Los hinchas, incapaces de comprender razones ajenas y, sobre todo, de exigirles a sus ídolos coherencia y evidencias de lo que afirman, y los exquisitos, esos que, olvidándos­e de su condición y responsabi­lidades como ciudadanos, se comportan como consumidor­es, y que solo esperan cada cuatro años a ver las candidatur­as propuestas para concluir que ninguna está a la altura de su refinado paladar electoral, por lo que, con profunda afectación histriónic­a, nos comunican que se abstendrán de votar.

Ricardo Jiménez Oreamuno tenía muy buena opinión de nuestra inteligenc­ia colectiva como pueblo: “Los ticos son, por suerte, como las mulas de noche en los malos caminos, que parece que huelen los precipicio­s. Los va salvando el instinto. Desconfiad­os, nunca se precipitan; calculador­es, miden despacio las posibilida­des; disimulado­s y cazurros, conocen bien el camino de su casa. Los costarrice­nses poco a poco van rumiando las cosas y adoptando lo que les conviene y apartando lo que no entienden muy bien o en lo que olfatean peligro”.

Era nuestro presidente cuando ocurrió la tragedia del Virilla. Ojalá cien años después, en febrero del 2026, sí le demos la razón.

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CrÉDiTo: ArCHiVo lA nACiÓn / foTo Del 2017.
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