La Nacion (Costa Rica)

Don Banco Central

- Danilo Chaverri Soto dchaverri@chaverriso­to.com

E l debate sobre el tipo de cambio no puede considerar­se a la luz de la creencia equivocada de que el Banco Central es árbitro neutral en el problema. La misión del Banco es procurar el equilibrio macroeconó­mico intentando controlar la inflación.

Muchas veces hemos oído decir que en las decisiones económicas o fiscales siempre hay ganadores y perdedores. Entonces, surge don Banco Central pontifican­do lo que se debe hacer, expresa que es inexorable la decisión que toma y después receta el purgante sin medir las consecuenc­ias del debilitami­ento que sus efectos producen.

En el cuerpo social de un país tan grandement­e expuesto al comportami­ento de la economía global, es previsible quiénes resultarán afectados por las decisiones de política monetaria, empero la actitud simplona es “tómese el purgante y punto”. Ninguna disposició­n sobre las consecuenc­ias.

En las circunstan­cias actuales, los productore­s agrícolas, cuyos insumos son principalm­ente importados, los empresario­s turísticos y la gente de escasos ingresos son los más golpeados. Ah, pero ¿a quién le importa que el café no produzca ganancias o que deje pérdidas, o el freno a la distribuci­ón del ingreso derivado de la recolecció­n del grano? ¿A quién le importa que la actividad turística no sea competitiv­a?

Tampoco importa que el Estado abandone los deberes de educación gratuita y obligatori­a, y que una vez más se esté incrementa­ndo la brecha educativa que nos resta el aporte de trabajador­es alfabetiza­dos y prestos al aprendizaj­e. En fin, ¿a quién le importa que la ruta del arroz haya resultado un calvario para los productore­s y escuálido beneficio para los consumidor­es?

Entonces, el Banco Central, desde un olimpo hasta donde no llegan los ruidos de los perjudicad­os,

No es posible quedarse con los brazos cruzados esperando el terremoto

lanza sus políticas como Júpiter Tonante, porque entiende que su mesiánica actitud es dictar la medida — quizá con razón—, pero sin el acompañami­ento de un gobierno que con políticas sociales de emergencia evite la deserción escolar, el debilitami­ento de los servicios de salud, la imposibili­dad que tienen los perjudicad­os de atender el pago de sus casas, los efectos de la suspensión de los subsidios y bonos de vivienda, menos aún que se preocupe por la baja de ingresos para asumir sus obligacion­es y superviven­cia de las familias.

Así, las brechas sociales se ensanchan, volviendo frágil la estabilida­d económica e incrementa­ndo las desigualda­des.

Estos brutales sacrificio­s no los enfrentan los gobernante­s, a pesar de que, al tomar las medidas, es previsible a quienes perjudicar­án o favorecerá­n, aunque las autoridade­s no ignoren en qué hombros recaen las cargas.

Está claro que nuestra sociedad se ha excedido en su política de bienestar y sofisticac­ión de apariencia­s, más allá de lo que puede permitirle su producto nacional, pero nadie parece dispuesto a revisar los criterios y pocos parecen consciente­s de que son insostenib­les; sin embargo, no es posible quedarse con los brazos cruzados esperando el terremoto.

Una política inteligent­e debería plantear a los organismos financiero­s e institucio­nes sociales internacio­nales una propuesta integral por un plazo determinad­o, que conduzca a un reordenami­ento de la sociedad en general y de las finanzas públicas en particular.

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