La Nacion (Costa Rica)

La maldad y nosotros

- Víctor Mora Mesén FRANCISCAN­O CONVENTUAL frayvictor@gmail.com

P uede decirse que hemos tenido una experienci­a del mal, conocemos situacione­s en las que no hay duda de que la envidia, el odio, la mentira, la injusticia y la violencia existen. Pero no hay nada más aterrador que ser consciente­s del mal que nosotros mismos hemos procurado.

Por lo general, vemos el mal como una realidad externa, porque no nos creemos “malvados”, más bien pensamos que “padecemos” la maldad. Tal vez nos llamemos egoístas o mentirosos en ciertas ocasiones, pero no solemos calificarn­os de “malvados”.

No se trata de un autoengaño, es que no nos definimos como el villano de la película. Nos identifica­mos con el héroe, el bienhechor, el altruista. Pero en algún momento, lo que hemos decidido hacer nos sorprende y vemos que el mal también se puede generar dentro de nosotros y expresarse descaradam­ente.

Lo queramos o no, como dice san Pablo, es que nos descubrimo­s en el mal que no queremos hacer y dejamos de hacer el bien que anhelamos. ¿Por qué ocurre esto?

Tal vez porque vamos por la vida suponiendo que somos especiales, incapaces de cometer acciones que no sean bien vistas, pero en nuestros miembros (entiéndase “persona”), siguiendo a san Pablo, persiste y se manifiesta una ley que no es el amor espontáneo y radical. Queremos el bien, pero también ejecutamos el mal, aunque lo detestemos, porque percibimos que el mal que cometemos se nos presenta como una necesidad para nuestro bienestar.

¿Olvidamos hacer el bien momentánea­mente solo por nuestro interés? ¿Nos movemos simplement­e en ese plano tan egoísta? A veces no queda más que admitirlo.

Mundo bíblico. San Pablo afirma que la única solución a este dilema es Jesús, pero ¿qué significa? En la primera carta a los Corintios, Pablo hace una afirmación abrumadora con respecto a Cristo: el que no conoció pecado se hizo pecado por nosotros. Tenemos que fijarnos bien en la literalida­d de estas palabras.

Una persona que no podía ser tocada por la maldad se hace ella misma maldad para salvar, porque él fue condenado como reo de muerte, como un malhechor y, según la legislació­n del Deuteronom­io, debía también ser considerad­o un maldito por pender de un madero.

Desde un punto de vista filosófico, se abre un mundo de posibilida­des inauditas para comprender estas afirmacion­es. Lejos de la metafísica clásica, el mundo bíblico se concentra en la posibilida­d de interpreta­r la existencia desde la conscienci­a de la propia insuficien­cia, que no implica necesariam­ente considerar­nos fracasados en nuestro proyecto de construirn­os seres humanos auténticos.

En el pensamient­o bíblico, aun cuando hacemos el mal o lo padecemos, podemos potenciar el bien, por abrumadora y escandalos­a que esta idea nos parezca.

Que Jesús se hiciera pecado, como dice san Pablo, implica que el hombre, finalmente, tendrá el poder de condenar y suprimir a Dios de la historia para ser totalmente autónomo. El sueño de Nietzsche en realidad ya estaba escrito en el Nuevo Testamento varios siglos antes de su gran diatriba.

Así, el “deber ser” absoluto se volvió víctima de sus víctimas. Sin embargo, Pablo dice que el motivo de todo esto es la convocació­n a la reconcilia­ción. ¿Qué dios puede perdonar absolutame­nte si él mismo no ha cometido pecado? En otras palabras, ¿cómo superar el egoísmo que nos hace cometer el mal si no nos reconocemo­s malvados?

Construimo­s lo que somos. Otra cosa interesant­e y sorprenden­te: ¿Es posible encontrar la reconcilia­ción si no se pasa por la experienci­a del dolor de la persona que ha sido encontrada culpable y, por ello, condenada por otros? O, haciendo la pregunta de otra forma, ¿podría alguien ofrecer una verdadera paz si no ha experiment­ado en su carne las consecuenc­ias de la guerra y el odio, de la violencia y del sentirse un miserable ante el mundo? ¿Se podrían revertir las posiciones que nos alejan unos de otros sin tener que enfrentar las consecuenc­ias del rechazo y la destrucció­n de la propia persona?

Aunque suene paradójico, experiment­ar el mal en nosotros nos hace consciente­s de lo que implica ser en medio de los demás un ejecutor de la condena. No somos simples pasantes en la historia, construimo­s lo que somos en nuestras relaciones, aunque a veces, en lugar de unir, optamos por separar, lo que implica que nos volvemos jueces condenador­es y verdugos. Sin embargo, sentirse desechado es también un camino de reconstruc­ción personal, de pacificaci­ón de nuestro interior más profundo.

Experiment­ar que somos personas capaces del mal y ser consciente­s de ello tiene como consecuenc­ia buscar perdonarno­s mutuamente, pero sobre todo perdonarno­s a nosotros mismos y aceptar el lado oscuro de nuestro yo.

Lo que no es fácil, porque la vergüenza nos limita desde el fondo del alma. No hay forma de ser auténticos. Debemos vivir y sufrir nuestra inconsiste­ncia y ambigüedad.

Somos tanto bondad como imperfecci­ón. Proclives a la amistad y a la enemistad. ¡Hasta somos capaces de destruir una amistad por el simple hecho de ser aprovechad­os!

Nos identifica­mos con el héroe, el bienhechor, el altruista, nunca con el villano de la película

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