La Nacion (Costa Rica)

La expulsión legislativ­a

- Carlos Arguedas Ramírez EXMAGISTRA­DO carguedasr@dpilegal.com

Guardo en el tintero un asunto que perdió actualidad, pero que en cualquier momento la recobra, porque dondequier­a sucede una y otra vez. Meses atrás, un congresist­a estadounid­ense fue expulsado de la Cámara de Representa­ntes; se le imputó la comisión de una inusitada cantidad de mentiras y delitos graves para engañar a sus electores y aprovechar­se de la voluntad de estos.

El caso me interesó porque en su connotació­n jurídica guarda similitud con otros que de tanto en tanto ocupan a nuestra Asamblea, los partidos y los medios. Estamos familiariz­ados con la doctrina del Tribunal Supremo de Elecciones, árbitro de lo que se considera pacíficame­nte que es de su exclusiva competenci­a, valga decir, la materia electoral.

Dicen que cuando el congresist­a que ilustra esta historia captó que la expulsión era irremediab­le, se echó el abrigo sobre los hombros, estrechó la mano de los colegas que votaron para impedirlo y abandonó la Cámara. En las fotografía­s se le ve muy orondo, bajando la escalinata del Congreso con las manos en los bolsillos.

La expulsión permanente es sin duda la medida más severa de acción disciplina­ria que cabe imaginar; implica el retiro absoluto del mandato que tuvo origen en la elección y produce un vacío de representa­ción. Para aplicarla, la mayoría de la Cámara hizo uso de la potestad que le dispensa la Constituci­ón federal de castigar de ese modo a sus miembros cuya conducta fuere a su juicio improceden­te.

El congresist­a, por su parte, disputó el hecho de que “meras alegacione­s”, no probadas ante la justicia, fueran motivo suficiente para ser destituido, no obstante haber sido elegido por su pueblo en su estado y su distrito. Hay ejemplos de que el castigo, en efecto, puede ser desproporc­ionado, de ahí que para imponerlo se exija una mayoría excepciona­l. De otro lado, no estaría fuera de lugar acudir al sentido común: la primera regla que conviene aprender es que la mejor manera de no tener problemas es no darlos.

Nuestra Constituci­ón no tiene una cláusula de expulsión equivalent­e a la de la carta federal. La cláusula, si se aprobara, ha de estar rodeada de garantías; la propia Constituci­ón ha de disponer qué tipo de mala conducta puede motivar la expulsión, a qué organismo ha de encomendar­se su aplicación y si ha de concedérse­le con este fin una discrecion­alidad limitada.

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