La expulsión legislativa
Guardo en el tintero un asunto que perdió actualidad, pero que en cualquier momento la recobra, porque dondequiera sucede una y otra vez. Meses atrás, un congresista estadounidense fue expulsado de la Cámara de Representantes; se le imputó la comisión de una inusitada cantidad de mentiras y delitos graves para engañar a sus electores y aprovecharse de la voluntad de estos.
El caso me interesó porque en su connotación jurídica guarda similitud con otros que de tanto en tanto ocupan a nuestra Asamblea, los partidos y los medios. Estamos familiarizados con la doctrina del Tribunal Supremo de Elecciones, árbitro de lo que se considera pacíficamente que es de su exclusiva competencia, valga decir, la materia electoral.
Dicen que cuando el congresista que ilustra esta historia captó que la expulsión era irremediable, se echó el abrigo sobre los hombros, estrechó la mano de los colegas que votaron para impedirlo y abandonó la Cámara. En las fotografías se le ve muy orondo, bajando la escalinata del Congreso con las manos en los bolsillos.
La expulsión permanente es sin duda la medida más severa de acción disciplinaria que cabe imaginar; implica el retiro absoluto del mandato que tuvo origen en la elección y produce un vacío de representación. Para aplicarla, la mayoría de la Cámara hizo uso de la potestad que le dispensa la Constitución federal de castigar de ese modo a sus miembros cuya conducta fuere a su juicio improcedente.
El congresista, por su parte, disputó el hecho de que “meras alegaciones”, no probadas ante la justicia, fueran motivo suficiente para ser destituido, no obstante haber sido elegido por su pueblo en su estado y su distrito. Hay ejemplos de que el castigo, en efecto, puede ser desproporcionado, de ahí que para imponerlo se exija una mayoría excepcional. De otro lado, no estaría fuera de lugar acudir al sentido común: la primera regla que conviene aprender es que la mejor manera de no tener problemas es no darlos.
Nuestra Constitución no tiene una cláusula de expulsión equivalente a la de la carta federal. La cláusula, si se aprobara, ha de estar rodeada de garantías; la propia Constitución ha de disponer qué tipo de mala conducta puede motivar la expulsión, a qué organismo ha de encomendarse su aplicación y si ha de concedérsele con este fin una discrecionalidad limitada.