La Nacion (Costa Rica)

Vacilando mientras Haití arde

- Jorge Heine ABOGADO Y POLITÓLOGO JORGE HEINE: profesor investigad­or en la escuela Frederick s. Pardee de estudios Globales de la universida­d de Boston. © Project syndicate 1995–2024

Estados Unidos y Canadá no son los únicos que se niegan a hacer lo necesario en Haití, también países latinoamer­icanos, como Brasil, Chile y Argentina

E l primer ministro de uno de los paí‑ ses más grandes del Caribe viaja a África oriental para pedir ayuda policial con‑ tra la violencia de las pandi‑ llas, que hace poco atacaron la penitencia­ría nacional y liberaron a 4.000 presos. Fra‑ casado el intento, sobrevuela otra vez el Atlántico, pero su avión no puede aterrizar por‑ que las bandas tomaron el control del aeropuerto.

Un país vecino le niega per‑ miso de aterrizaje y termina en un tercer país, mientras el sanguinari­o jefe de una de las principale­s pandillas exige su renuncia. Potencias extranje‑ ras expresan preocupaci­ón, pero el desafortun­ado primer ministro queda librado a su suerte.

La disolución estatal y la creciente agitación civil im‑ piden hasta las actividade­s más básicas, y crece el temor a la hambruna. Al final, el primer ministro desterrado acepta renunciar en cuanto se forme un consejo de tran‑ sición, pero los jefes de las bandas ahora exigen tener presencia permanente en cualquier nuevo gobierno.

Puede parecer la trama improbable de una telenove‑ la barata, pero es exactamen‑ te lo que está sucediendo en Haití, la primera república negra del mundo, el primer país independie­nte de Amé‑ rica Latina y el lugar de la primera rebelión de esclavos exitosa en el “nuevo mundo” (1791‑1804).

El caos en Haití. Desde el asesinato de su presidente Jo‑ venel Moïse en julio del 2021, el país más pobre del hemisferio occidental (y uno de los más pobres del mundo) está sumi‑ do en el caos, mientras el go‑ bierno es incapaz de imponer algún orden. Hace ya muchos años que no hay elecciones, y el ex primer ministro no ele‑ gido, Ariel Henry, carecía de legitimida­d. Pero había podido contar con el pleno respaldo del gobierno estadounid­ense, hasta ahora.

Hace algunos años, las auto‑ ridades haitianas hicieron un intento serio de crear una fuer‑ za de policía profesiona­l. Pero la Policía Nacional de Haití, diezmada en choques con las pandillas y desmoraliz­ada por la falta de apoyo del gobierno, se ha convertido en la sombra de lo que fue.

Las fuerzas armadas, que eran más conocidas por su pro‑ pensión a derrocar gobiernos que por sus hazañas militares, fueron disueltas hace tiempo. El gobierno haitiano lleva más de un año buscando desespe‑ radamente ayuda de la comu‑ nidad internacio­nal, sin éxito.

La Organizaci­ón de las Naciones Unidas calcula que solo en el 2023 unas cuatro mil personas murieron en actos de violencia relacionad­os con las pandillas y otras tres mil fueron secuestrad­as. Y, sin embargo, ningún país del he‑ misferio occidental ha querido involucrar­se en forma directa.

Estados Unidos, por su par‑ te, ofreció doscientos millo‑ nes de dólares para cubrir los costos del despliegue de mil policías kenianos, propuesta avalada por el Consejo de Se‑ guridad de la ONU. La idea de que tenga que ser un país de África oriental el que inter‑ venga en el Caribe es un desa‑ fío a la credulidad, pero así de absurda es la triste situación de Haití. En cualquier caso, la oposición interna frustró el despliegue, y el Tribunal Su‑ premo de Kenia emitió un fallo contra el plan.

Mientras Haití arde, perio‑ distas y analistas han vertido un sinnúmero de razones por las que la comunidad interna‑ cional no debería intervenir. Sus argumentos se basan en el recuerdo de la ocupación esta‑ dounidense de Haití entre 1915 y 1934, y la crisis más reciente de la década de los noventa, cuando Estados Unidos inter‑ vino para sacar del poder a una junta militar encabezada por el general Raoul Cédras.

Como dijo en aquel mo‑ mento el entonces senador Joe Biden, “si Haití (Dios no lo quiera) se hundiera en el Caribe sin dejar rastros, o se alzara tresciento­s pies, no ha‑ ría mucha diferencia en cuan‑ to a nuestros intereses”. Otros comentaris­tas ponen el acento en los aparentes fracasos de la Misión de Estabiliza­ción de las Naciones Unidas en Haití (Minustah, por sus siglas en francés), que la ONU envió a estabiliza­r Haití entre el 2004 y el 2017.

Intervenci­ón de la Minustah. Pero la mala prensa es en gran medida infundada. Entre el 2004 y el 2010 (cuando Haití padeció un terremoto devas‑ tador), la Minustah consiguió estabiliza­r el país, y lo ayudó a recuperar cierto sentido de propósito, después de la tran‑ sición bastante traumática a la democracia que siguió a la caída de la dinastía Duvalier en 1986.

Estados Unidos y Canadá no son los únicos que se nie‑ gan a hacer lo necesario en Haití. Lo mismo vale para los países latinoamer­icanos que antes tuvieron una actuación central en la Minustah: Brasil, Chile, Argentina y Uruguay. De hecho, la Minustah fue la primera operación en la histo‑ ria de la ONU con mayoría de tropas latinoamer­icanas.

Ahora que la región pierde relevancia en la escena inter‑ nacional, le vendría muy bien intervenir para dar respuesta a la crisis más urgente de su vecindario. ¿Quiénes mejor para rescatar a millones de haitianos inocentes antes de que se hundan otra vez en la violencia, la disfunción y el hambre?

Pero si el argumento moral para dar ayuda al país más pobre y más sumido en crisis del hemisferio no tiene mucho peso en el clima político inter‑ nacional de estos días, tal vez sirva apelar al más puro inte‑ rés propio. Dejar que los hai‑ tianos “se cuezan en su propio caldo” (mi paráfrasis de la si‑ tuación actual) no solo es cíni‑ co y éticamente indefendib­le; es simplement­e estúpido.

Los Estados fallidos tienen propensión a convertirs­e en centros del delito internacio‑ nal organizado, el terrorismo y el narcotráfi­co. ¿De veras queremos una Somalia en el Caribe?■

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Jimmy ‘Barbecue’ Cherizier, líder de una pandilla armada. AFP
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