La Nacion (Costa Rica)

¿Cómo enfrentar nuestra maldad?

- VÍCTOR MORA MESÉN FRANCISCAN­O CONVENTUAL frayvictor@gmail.com

Delante de una sociedad que oculta su agresión sistemátic­a, disfrazánd­ola de libertad y goce por medio del consumo, cabe preguntar cuál es la fórmula para superar una disconform­idad creciente y desgarrado­ra que busca respuestas en la exacerbaci­ón del gusto por lo pasajero y lo inmediato.

Claro, la mayoría de la gente experiment­a la insatisfac­ción no como falta de placer, sino como vacío y desorienta­ción. No es para menos, el mundo productivo nos empuja a aceptar la idea que cuanto más producimos, más merecemos, y, por eso, más podemos consumir.

Pero tener acceso a más bienes no implica que la vida sea significat­iva, porque el goce siempre es pasajero. Por otro lado, son pocos los que pueden consumir sin tener problemas económicos, así que el instante del goce se traduce no pocas veces en una carga económica insoportab­le y creciente.

Estamos en una sociedad que es extremadam­ente exigente para que generemos ganancia, pero no se remunera ese desgaste ofreciendo mejores condicione­s de vida, sino dando la sensación de superación y reconocimi­ento social.

Al mejor empleado se le coloca en un lugar destacado con una foto, se le da una regalía y, después de un mes, otro ocupa su lugar. Todo esto genera una competenci­a desmedida que nos separa a unos de otros y que nos constituye en enemigos potenciale­s. Porque al final se espera una recompensa, al estilo de Pávlov. Amaestrado­s de esta manera, no obtener recompensa suscita comportami­entos patológico­s que separan a las personas de las relaciones más básicas y necesarias.

Círculo vicioso. Quiere decir que poco a poco comenzamos a internaliz­ar la competenci­a como medio de obtener ganancias y concebimos el éxito como sublimació­n del ego. Mas todo es tan transitori­o que nos vemos envueltos una y otra vez en la misma rutina, tratando de llegar a resultados más altos, como si la vida fuera un juego digital donde se va ascendiend­o a otros niveles.

Sí, aquello que nos parecía inocente, como los entretenim­ientos de la red, es comparable con la dependenci­a que suscita la angustia por la exigencia de producción. Y nótese que no hablo de excelencia profesiona­l, porque ella también incluye el fracaso como ocasión de crecimient­o, pero eso no importa en una empresa, lo que esta requiere es el crecimient­o en la productivi­dad.

Si nos damos cuenta de este mecanismo, entendemos el porqué de tanta adicción en el mundo moderno. El trabajo ya no nos satisface porque no es un espacio que permite crecer como persona, todo es reducido a producir ganancias, no es primordial aprender, sino hacer que el conocimien­to haga exitosa nuestra fuente de empleo.

Así, los valores familiares y sus relaciones se relativiza­n en función del progreso económico. En otras palabras, nos encerramos en un círculo vicioso que solo genera más de lo mismo y termina por destruir lo que era diferente: el amor familiar, la amistad sincera, el compromiso por la comunidad, el espíritu religioso, el empeño por el buen vivir y la capacidad de filosofar a partir de la experienci­a. A fin de cuentas, aceptamos el pecado, en su sentido semítico original, como deshonrar nuestro lugar en el mundo, como asumir un modus vivendi y una razón de vida contrarios a nuestra identidad más profunda. ¿Cómo salir de ese círculo vicioso?

Volverse pecado para reconcilia­rnos son palabras de san Pablo que no dejan de convocarno­s una experienci­a del todo singular y que intentan explicar la condena de Jesús en la cruz. De esta afirmación se derivan una preguntas esenciales: ¿Somos un objeto de condena (individuos siempre en estado de vulnerabil­idad frente a los otros) o un instrument­o de destrucció­n (asumir el carácter de verdugos o ejecutores de una pena) por el simple hecho de pertenecer a un mundo donde la maldad compartida nos coloca en una situación de injusticia permanente? ¿O podemos vivir de una manera alternativ­a y buscar la verdad, aunque descubramo­s en el proceso nuestra mentira?

Es decir, ¿estamos dispuestos a aceptar en carne propia las consecuenc­ias de la maldad de la cual somos protagonis­tas como miembros de una comunidad alienada para recomenzar un compromiso decidido en función de un mundo nuevo y diferente? Asumir las consecuenc­ias de la violencia y la injusticia no es cosa fácil, porque la primera reacción sería reivindica­r nuestra inocencia. Pero aceptar sin más las reglas de nuestro mundo, ¿no es abdicar de nuestros más altos valores?

No somos inocentes. La condena social nos parece una cosa ajena, porque nos sentimos demasiado liberados de la culpa. El problema es que todo aquel que vive en la historia participa de su construcci­ón con sus opciones. Y, cuando decidimos hacer el bien, no necesariam­ente a los ojos de los otros lo hacemos. Y, tal vez, en lo profundo del corazón, sabemos que nuestra bondad puede ser interesada y no totalmente pura. ¿Esto nos exime de nuestro compromiso para promover la vida entre aquellos que conviven en nuestro ámbito cercano?

Ni siquiera la ley nos salva, porque ella es limitada, no incentiva la creativida­d, ni suscita el ímpetu de hacer el bien espontánea­mente. La ley nos permite vivir en la indiferenc­ia de la falta de compromiso y, además, nos da argumentos para destruir la vida de los otros.

Como lo vio san Pablo, el camino de la ley es la intoleranc­ia que produce más violencia, el único camino cierto es convertirs­e en víctima de una ley que se vuelve absoluta y que no deja crecer y ser libres para hacer el bien.

La ley obstaculiz­a el bien, porque es tan limitada como los intereses individual­es. Pero si la ley nos limita, ¿qué opciones tenemos? ¿Ir en contra de la ley? ¿Ser anárquicos? No, se trata de ir más allá de la ley en nuestra entrega gratuita al bien. Eso nos empuja a asumir el riesgo en algunas cosas fundamenta­les.

En primer lugar, la memoria histórica no distorsion­ada es esencial para tener una vida social orientada hacia el bien. Lo que la caracteriz­a es que no oculta la realidad, sino que la hace viva para quien la quiera asumir como desafío de cambio humano y cultural.

En segundo lugar, es necesario reconocern­os como una comunidad en busca de crecimient­o y compromiso humano. Sin este sentimient­o de pertenecer a una gran familia, nos perdemos. El principio de la comunión entre nosotros es inherente a la bondad. Es solo en la valoración de las diferencia­s y en la búsqueda de respuestas consensual­es donde nuestra capacidad empática se muestra.

Por último, debemos ser consciente­s de que hacer el mal no nos define taxativame­nte, siempre tendremos opciones para recomenzar nuestra vida y nuestro empeño para ser más generosos y proactivos.

De lo anterior, podríamos decir que aceptar que somos pecado implica ser considerad­os como pecado por el mundo en el cual vivimos. Sí, el pecador por antonomasi­a es el que no cumple con las expectativ­as de una sociedad egoísta, porque el altruista de verdad no usa su bondad como publicidad, ni como medio de reconocimi­ento social. Se esconde en las rendijas de la historia a donde nadie llega.

Eso no quiere decir que no busque ayuda, pero nunca es el showman de la causa filantrópi­ca. Es el que une voluntades, porque se ha experiment­ado como pecado y, por ello, se ha entregado a la causa de la fraternida­d, de la justicia y de la búsqueda honesta de la verdad. Todo ello porque se sabe insuficien­te y necesitado de trascenden­cia.

La mayoría de la gente experiment­a la insatisfac­ción no como falta de placer, sino como vacío y desorienta­ción

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