La Nacion (Costa Rica)

Si el Watergate fuera hoy, ¿Nixon renunciarí­a?

Los Nixon de nuestro mundo están encantados con las cosas como están

- Gustavo Román Jacobo aboGado tavoroman@gmail.com

Pienso que no. No lo haría. Porque no lo hizo por algún tipo de escrúpulo cívico. Se vio forzado a ello. De hecho, se aferró al cargo hasta donde pudo, y solo cuando fue evidente que sería destituido (porque la gran mayoría de los congresist­as, al igual que la opinión pública, pensaban que debía caer) renunció.

Pero hoy, me temo, no tendría esos incentivos para hacerlo, y la mejor evidencia es la virtual nominación de Trump como candidato republican­o para las elecciones de este año.

Piénsenlo: Nixon espió a sus rivales políticos y utilizó su poder para obstruir la acción de la justicia frente a ese hecho. Trump, aparte de evadir impuestos, ocultar documentos clasificad­os en una de sus casas y, posiblemen­te, estar implicado en el hackeo ruso de los e-mails de su competidor­a demócrata, intentó revertir el resultado de las elecciones del 2020 e incitó a la violencia golpista que acabó con el asalto al Capitolio el 6 de enero del 2021. Aun así, será candidato y podría volver a la Casa Blanca.

¿Qué ha cambiado en estos 50 años para que lo que hundió a Nixon, no solo no haya sepultado políticame­nte a Trump, sino que, incluso, esté impulsando su regreso? Dos aspectos fundamenta­les de la democracia liberal como sistema político: el comportami­ento de las élites sociales y el de la opinión pública.

Las primeras, sobre todo en el Partido Republican­o y en su entorno institucio­nal (medios, asociacion­es, think tanks), han declinado sus funciones de filtro de outsiders antisistem­a y de freno de desmesuras autoritari­as como las de Nixon.

El comportami­ento de la opinión pública, por su parte, también ha cambiado. Además de los estadounid­enses demócratas, una parte significat­iva de los votantes republican­os aceptaron como ciertas las informacio­nes que la prensa y los órganos de control revelaron sobre Nixon, y, en la medida que compartían una serie de valores transversa­les al espectro político partidario, censuraron esos hechos.

Hoy no ha ocurrido lo mismo con Trump ni respecto de lo que se da por cierto ni de cómo se valoran moralmente los hechos.

Un fenómeno, de creciente interés en la investigac­ión social, es clave para comprender estos cambios: la polarizaci­ón. Durante muchos años la investigac­ión en ciencia política estudió la polarizaci­ón como un problema fáctico, de orientació­n de la política pública y posicionam­iento ideológico en torno a esta.

En los últimos años, los estudios se están centrando, en cambio, en la llamada “polarizaci­ón afectiva”, que da cuenta, más bien, de la distancia simbólica, sentida como gusto, odio, asco o alegría, que las personas imaginan respecto de distintas candidatur­as o figuras políticas. Intriga a los investigad­ores por qué si una mayoría de los electores se declara “moderada” y las propuestas partidaria­s convergen en tantos temas, la distancia afectiva entre los distintos grupos está creciendo tanto.

El ejemplo de manual es la reforma de salud propuesta por Obama y denostada por los republican­os, casi idéntica en sus detalles a la que pocos años antes el candidato republican­o Mitt Romney impulsó en Massachuse­tts, apodada entonces por los demócratas como Romneycare.

Lo que para aquellos era ahora una propuesta peligrosa por socialista, para estos — añitos antes— había sido una reforma injusta por conservado­ra. Sí, es difícil de entender, pero es posible, según la línea de investigac­ión descrita, porque más que un distanciam­iento en las preferenci­as, que es la polarizaci­ón clásica, lo que ha ocurrido es una intensific­ación de nuestros afectos y de la importanci­a que tiene la identifica­ción política en nuestras vidas.

Informació­n política. Si bien el debate está abierto en la academia, una de las claves que explica esta deriva pareciera estar en los cambios que han ocurrido en el ecosistema de informació­n política, entendiend­o por este la oferta y la demanda de noticias políticas y, en general, de informació­n política, dentro de una determinad­a sociedad.

El lado de la oferta abarca la cantidad y calidad de esa informació­n disponible a través de medios nuevos y tradiciona­les. El lado de la demanda incluye la recepción y cómo varios segmentos dentro de la sociedad hacen uso de esa informació­n política.

Las condicione­s de ese ecosistema favorecen o dificultan que las personas puedan ejercer su condición de ciudadanos, y las caracterís­ticas de este se han transforma­do sustancial­mente, tanto en la producción como en la recepción de contenidos, incluso relativiza­ndo la distinción entre ambos conceptos.

En marzo del 2011, La Nación me publicó el artículo “Nixon y Wikileaks” en el que, ingenuamen­te, destilé el ciberoptim­ismo de la época.

Se iniciaba, según yo, una era de mayor transparen­cia de los asuntos públicos y, por ende, de mejores mecanismos en las manos de los ciudadanos para controlar al poder político.

Lo que hoy vemos en las redes sociales es un mundo binario de confirmaci­ones y refutacion­es con una fuerte intensidad expresiva en los posicionam­ientos públicos como medio para reafirmar la lealtad hacia un grupo a partir del repudio hacia otro. Lo importante ahí no es transmitir informació­n. A veces, ni siquiera, desinforma­r (porque se sabe que lo que se dice es tan absurdo que no existe la expectativ­a de que alguien se lo crea).

El objetivo es solamente reafirmar la propia identidad virtuosa. Una polarizaci­ón, a fin de cuentas, no originada en distintas militancia­s políticas, sino en la ansiosa necesidad de afirmación y proyección del yo, excitada por nuestros millonario­s dealers de Silicon Valley.

España. Lo he constatado, con asombro, conversand­o con amigos españoles progresist­as. Importa poco o nada que, para conservar el poder, el presidente Sánchez y su gobierno estén sacando adelante una amnistía para los políticos independen­tistas catalanes que del 2011 a la fecha hayan cometido diversos delitos (desde la malversaci­ón y la sedición hasta el terrorismo) bajo la mampara legitimado­ra del procés.

Importa poco o nada que él y los suyos repitieran hasta el cansancio que no apoyarían la amnistía porque era inconstitu­cional y que solo cambiaran de opinión cuando los votos de los diputados independen­tistas se volvieron necesarios para mantenerse en el poder.

Importa poco o nada que sea insultante para la amplia mayoría de los españoles — opuestos a esa impunidad— el ridículo argumento actual de que dan ese paso para reconcilia­r a la sociedad y pasar página o, peor, para recuperar a los políticos prófugos para la vía institucio­nal —mientras estos dicen que persistirá­n, no solo en su objetivo, sino en los medios antidemocr­áticos para conseguirl­o—.

En fin, importa poco o nada la conexión entre Putin y el independen­tismo catalán, que al menos un sector de la derecha independen­tista sea supremacis­ta y la anime la insolidari­dad fiscal hacia el resto de España, o que desde que Sánchez asumió el control de su partido haya iniciado una purga en el diario El País que ha hecho rodar las cabezas de su director, Antonio Caño; de su jefe de opinión, Ignacio Torreblanc­a; y de una de sus plumas emblemátic­as, Fernando Savater.

Todo eso carece de importanci­a si de lo que se trata es de impedir que la derecha acceda al poder. ¡Así tal cual me lo han dicho! ¡No vaya a ser que España caiga en esa anomalía democrátic­a que sería la alternanci­a en el poder para que el partido más votado en las urnas, el PP, gobierne! Y ay de aquel que no vea lo justificad­a que está esa posición, porque automática­mente será calificado de “facha”, empezando, claro, por Felipe González.

Que prefiramos tener la razón a estar en lo cierto, que le temamos más a quedar aislados de los nuestros que a equivocarn­os, que seamos más libres y dispongamo­s de más medios que nunca en la historia para publicar lo que opinamos sin importar si lo comprendem­os, y que hayamos desarrolla­do tanta suspicacia hacia lo que publica el Washington Post como confianza hacia lo que nos comparten nuestros contactos en las redes o por WhatsApp, no nos está haciendo más libres. No frente a los Nixon de nuestro mundo, que están encantados con las cosas como están. Porque, como advirtió Hannah Arendt: “El súbdito ideal del régimen totalitari­o no es el nazi o el comunista convencido, sino el hombre para el que ya no existe la distinción entre hecho y ficción, entre verdadero y falso”.

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