La Nacion (Costa Rica)

Hay que dar una oportunida­d a las mujeres con discapacid­ades

La realidad es que la discapacid­ad es tanto una causa como una consecuenc­ia de la pobreza

- Nkechi S. Owoo ECONOMISTA DE LA SALUD Y DEMÓGRAFA NKECHI OWOO: socia de investigac­ión no residente en el Centro para el Desarrollo global en Washington y en la alianza de Política económica en nairobi, Kenia. © Project Syndicate 1995–2024

Es bien sabido que las mujeres en las economías en desarrollo tienen menos oportunida­des educativas y laborales que sus pares varones, lo que se traduce en tasas más altas de pobreza.

En Ghana, por ejemplo, los hombres tienen tasas de empleo e ingresos más altos que las mujeres, y es menos probable que se vean envueltos en empleos vulnerable­s. Lo que no se sabe tanto es que, según algunas métricas, la brecha no se está achicando lo suficiente­mente rápido: las mujeres en las economías en desarrollo siguen representa­ndo un porcentaje significat­ivo de las personas económicam­ente en desventaja. Si a esa mezcla le sumamos la discapacid­ad, los desafíos que enfrentan las mujeres son aún mayores.

Hay más de 1.000 millones de personas que viven con discapacid­ades en todo el mundo; el 80 % del total en países en desarrollo. Si bien existen muchos modelos para medir la discapacid­ad, algunas conclusion­es son indiscutib­les: es más prevalente entre las mujeres (un 19 %) que entre los hombres (el 12 %); la gente con discapacid­ades enfrenta barreras enormes en materia de educación y empleo, lo que deriva en tasas más elevadas de pobreza de por vida, y los resultados para las mujeres con discapacid­ades son aún peores que para sus pares masculinos.

La experienci­a de Ghana es un buen ejemplo. Las mujeres están representa­das desproporc­ionadament­e dentro del 8 % de la población que enfrenta limitacion­es funcionale­s relacionad­as con la vista, la audición, la movilidad, la capacidad cognitiva, el cuidado personal y la comunicaci­ón.

El 68 % de los hombres con discapacid­ades tiene un empleo vulnerable, comparado con el 80 % de las mujeres en igual condición, mientras que el 40 % de los hombres con discapacid­ades ha culminado una educación secundaria o postsecund­aria, comparado con apenas el 31 % de las mujeres.

Prejuicios sociales. Esos resultados pobres en parte reflejan prejuicios sociales. Las expectativ­as de las capacidade­s de la gente con discapacid­ades tienden a ser bajas, de modo que los hogares muchas veces no están dispuestos a gastar recursos limitados en educarlos y los empleadore­s tienden a ser reacios a contratarl­os.

Como las mujeres y las niñas son subestimad­as con más frecuencia que los hombres y los niños —casi el 90 % de la gente en todo el mundo tiene prejuicios fundamenta­les contra las mujeres—, es más probable que queden rezagadas.

Si bien existen proteccion­es legales, no han sido suficiente­s para contrarres­tar los prejuicios arraigados. Una razón clave bien puede ser la falta de datos integrales sobre las cuestiones relacionad­as con la discapacid­ad, particular­mente en África. Estos datos son esenciales para diseñar políticas más eficaces.

El primer paso para ocuparse de la discrimina­ción entre personas (especialme­nte mujeres) con discapacid­ades, por ende, es garantizar una recopilaci­ón adecuada de informació­n relevante, especialme­nte datos sobre el mercado laboral, sobre todo haciendo hincapié en un muestreo más inclusivo. Esto facilitarí­a la investigac­ión desglosada por discapacid­ad y permitiría que se aprueben políticas robustas basadas en la evidencia.

Fortalecer las leyes de discapacid­ad requiere el uso de lenguaje suficiente­mente preciso —y políticas de apoyo— para garantizar que la gente pueda aprovechar las oportunida­des cuyo derecho tiene garantizad­o. Por ejemplo, la Ley 715 de Personas con Discapacid­ad de Ghana garantiza a las personas con discapacid­ades una educación gratuita, pero no aclara hasta qué grado, mucho menos establece estructura­s de apoyo relevantes.

Las consecuenc­ias de estas fallas son de amplio alcance: una educación integral y de alta calidad es vital para sacar a las personas con discapacid­ades de la pobreza, la vulnerabil­idad y la exclusión.

Lo mismo sucede con el empleo de calidad. Pero aquí también faltan leyes en muchos países. Dado que el sector privado puede brindar solo una cantidad limitada de empleos, los gobiernos deben alentar a los empleadore­s privados a garantizar que las personas con discapacid­ades (correctame­nte calificada­s) represente­n un cierto porcentaje de sus trabajador­es.

Se pueden utilizar “zanahorias” (como desgravaci­ones fiscales) o también “palos” (repercusio­nes por incumplimi­ento).

Diversos desafíos. Pero el empoderami­ento económico es apenas el principio. Las mujeres con discapacid­ades en Ghana y otras partes lidian con un acceso reducido a la atención médica y mayores riesgos de explotació­n sexual. Los responsabl­es de las políticas, por lo tanto, deben diseñar leyes que garanticen que toda la gente tenga igual acceso a la atención médica y a otros servicios sociales, incluidos refugios contra la violencia doméstica.

Todos estos esfuerzos deben reconocer y tener en cuenta los diversos desafíos que enfrenta la gente con diferentes tipos de discapacid­ades, así como la realidad de que las mujeres son víctimas de una discrimina­ción aún mayor que los hombres.

Por ejemplo, si bien se debe mejorar el acceso a la atención médica para todas las personas con discapacid­ades, es preciso prestar especial atención a la provisión de servicios de salud sexual y reproducti­va —inclusive estudios por imágenes para detectar cáncer de mama y servicios de planificac­ión familiar— para las mujeres con discapacid­ades.

Asimismo, las organizaci­ones que trabajan para proteger a esta población deben diseñar programas hechos a medida para diferentes grupos. Y las oenegés relevantes deberían promover estrategia­s de participac­ión para el desarrollo de intervenci­ones destinadas a respaldar a los grupos vulnerable­s.

Todas las políticas y programas del mundo no pueden garantizar una inclusión social y económica plena para la gente con discapacid­ades. También hacen falta campañas para reducir el estigma social que contribuye significat­ivamente a la marginaliz­ación.

La realidad es que la discapacid­ad es tanto una causa como una consecuenc­ia de la pobreza. Si el mundo pretende albergar alguna esperanza de alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible —especialme­nte, eliminar la pobreza, alcanzar la igualdad de género y mejorar la inclusión social y económica—, las necesidade­s de las personas con discapacid­ades deben considerar­se plenamente.

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