La Nacion (Costa Rica)

‘Cuentos de mi Tía Panchita’

- Carlos Arguedas Ramírez eXmaGIsTra­do carguedasr@dpilegal.com

Cierta vez, hace muchos años, don Enrique llegó a mi casa, se sentó con parsimonia dejando el sombrero a un lado y empezó a escuchar la retahíla de mis tejemaneje­s legales. Era un hombre alto, nervudo, de rasgos pronunciad­os. Hablaba poco, escuchaba más, se mantenía muy erguido, como un alumno aplicado.

Junto a la silla había un libro y lo miraba con curiosidad. Eran los Cuentos de mi Tía Panchita. Él miraba la contraport­ada y la foto, fijada en nuestra memoria, de Carmen Lyra.

Tomé el libro y se lo alcancé. ¿Lo conoce?, dije. La pequeña edición de los cuentos casi se perdía en sus manos. Lo examinó y al final me respondió que la mujer de la foto se parecía a una que había conocido cuando era chiquillo. Pero no es la misma, agregó, “porque la que yo conocí no se llamaba Carmen Lyra, se llamaba María Isabel Carvajal. Le decíamos la niña María Isabel”.

Don Enrique nació y vivió casi toda su vida en San José de la Montaña. Mi primer recuerdo de aquel venturoso poblado se remonta a la guerra civil, cuando la familia se fue a pasarlo allá por temor a las represalia­s políticas, ciertas o presuntas.

Vivíamos hacinados en el desvencija­do cuarto de madera que entonces había al lado de la ermita, que nos lo procuró un tío, cura y fervoroso partidario del gobierno a un mismo tiempo.

Recuerdo, sobre todo, las noches de oscuridad impenetrab­le, apenas aliviadas por la menesteros­a lumbre de las canfineras porque todavía no había llegado la luz eléctrica. En los años posteriore­s, íbamos seguido y me fijaba especialme­nte en la vieja escuela, tan desangelad­a y precaria, de madera como casi todo lo poco que allí había, tal vez pintada de verde, en la que don Enrique fue, sin saberlo, alumno de Carmen Lyra, no solo de la niña María Isabel Carvajal.

Él la recordaba vivamente, afectuosa y esmerada. En los recreos, los güilas, descalzos y escuetamen­te vestidos, se arracimaba­n en el potrero cercano alrededor de la maestra, sin tener idea de que se había educado en París, porque ni siquiera habían oído mentar ese lugar nunca, y ella “les ponía la gracia de su palabra y de su gesto que se perdió con su vida” para contarles las historias que nombró Cuentos de mi Tía Panchita.

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