Los demonios del evangelizador
Hay un demonio cuyo nombre de pila es “planificación” y usa muchos apodos: plan, programa, proyecto, programación, diseño, perfil… A veces utiliza nombres de más noble rango: Código, catecismo, constitución, compendio.
Es un demonio moderno. Ha desarrollado el hemisferio izquierdo del cerebro y, por eso, tiene una habilidad particular para razonar, planificar. De tal manera ha seducido a la iglesia en los últimos tiempos que bien pudiera figurar como ángel bueno. Su estrategia consiste en reforzar, con argumentos “realistas”, la verdad deslumbrante de la razón instrumental en el entramado de objetivos, líneas operativas y actividades. En definitiva la fe, o por lo menos sus preámbulos, puede ser planificada. Dejar la fe a la interna regulación que nace de la experiencia original podría hacernos víctimas de comportamientos pasionales, precientíficos y poco productivos.
¿Qué el pluralismo de nuestra sociedad abierta amenaza resquebrajar los cimientos de la fe y de la moral? ¡Nada mejor que editar un buen plan, un buen catecismo! ¿Qué el primado del sujeto debilita el sentido de la autoridad y pone en peligro el funcionamiento correcto de la Iglesia? ¡Hay que promulgar un código! ¿Que falta la gente a la Eucaristía? ¡Hagamos un plan!
Un catecismo, un código, un plan y un proyecto nos recuerdan que profesamos una fe encarnada y que la acción del Espíritu no es una “gracia barata” que desciende en paracaídas sobre nosotros. Son útiles para encausar y desarrollar una realidad que posee en sí misma energía automotora. Pero cuando esta no existe los planes no sirven de nada.
O mejor: enmascaran con lenguaje “realista”, una pérdida de rumbo. La planificación certifica, en muchos casos, en medio de la crisis en que vivimos la fe, la falta de coraje para aceptar una realidad incontrolable.