La Teja

El covid es lo de menos

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Mientras la pandemia enluta a Brasil, en Dique da Vila Gilda, la mayor favela (precario) de palafitos (ranchos construido­s sobre bases altas) del país, el covid es apenas uno de los flagelos que sus miles de habitantes padecen a diario.

En Santos, la ciudad costera del estado de Sao Paulo que cuenta con el mayor puerto de América Latina y registra uno de los mejores Índice de Desarrollo Humano de Brasil, Dique da Vila Gilda se alza como otra postal de la desigualda­d social brasileña.

Levantada sobre estacas clavadas entre los manglares del río dos Bugres, alberga a más de 26.000 habitantes.

Es un laberinto de estrechos corredores enmendados con tablas y cartones. Hay que caminar con cuidado y contar con que ninguna tabla se rompa al paso. Algunos trechos tiemblan y las maderas crujen.

“Si te caes aquí, aquí te quedas”, advierte Deise Nascimento dos Santos, que necesitó 23 puntos en una pantorrill­a al caer saliendo de su casa.

Hay de todo. El piso de su pequeño palafito (rancho) tiene agujeros que recubre con un tapete. Vive de donaciones y de los 91 reales por mes (poco más de ¢11 mil) que recibe del programa social “Bolsa Familia”. Sus problemas de movilidad la vuelven dependient­e de los vecinos para salir.

“Aquí hay ratas, cucarachas, dengue, chikunguña. Convivimos con todo”, lamenta su vecina, Eliette Alves, que vive con su hijo en un palafito mayor por el cual paga 500 reales ($98) de alquiler, que consume casi 70% de su jubilación.

Aunque su casa es más espaciosa, la humedad empieza a hacer estragos en la madera y Alves refuerza el piso de su cuarto donde se abrió el primer hueco a través del cual se ve el río.

Para Alves, lo más difícil de vivir allí es el miedo a morir quemada mientras duerme. Su temor no es infundado. En abril del año pasado, un incendio arrasó varias casas a pocos metros de la suya.

“Fue horrible, el ruido de la madera explotando, sólo me quedó pedir a Dios que el fuego no llegara aquí”, dice señalando unas filas de estacas calcinadas.

“No es suficiente”. Al caminar por los recovecos de la comunidad, el mal olor se acentúa. Los perros, y algunos gatos, deambulan. Abajo, entre las estacas, se acumula la basura. En un día gris, de marea baja, la panorámica es desoladora, casi una escena de terror.

“No es que tenemos lo suficiente, suficiente sería tener comida en el plato, trabajo, educación y habitación digna”, cuestiona Luciléia Siqueira de Santos, de 39 años.

Llama “genocida” al presidente ultraderec­hista Jair Bolsonaro y lo acusa de omisiones en materias sanitaria, social y económica.

“Todos hablan del covid, pero aquí tenemos muchos otros problemas”, afirma.

Para de Santos, la pandemia empeoró una situación que ya era crítica. Muy poca gente usa mascarilla­s. Muchos ha

bitantes perdieron su empleo y la necesidad económica y la falta de espacio hacen del aislamient­o un sueño.

Juliana da Silva Barbosa, de 35 años, divide un palafito de dos cuartos estrechos con sus seis hijos.

Perdió su trabajo durante la pandemia y siente además la discrimina­ción social: “nosotros somos mal vistos”, aseguró esta madre soltera que depende de donaciones.

Puros males. Además de los problemas sanitarios y socioeconó­micos, la falta de internet, de escuelas y espacios deportivos impide la educación y distracció­n de los niños.

“Los políticos sólo vienen aquí cuando necesitan. Esto es una bomba para nosotros”, lamenta Juliana. Tres de sus hijos comparten una cama en un cuarto de menos de dos metros de ancho y otros dos duermen en la segunda pieza. La hija menor mira ilustracio­nes en una diminuta pantalla en el espacio que sirve de sala.

Barbosa no tuvo covid, pero sí chikunguña.

“Aquí la ambulancia sólo viene para buscar los muertos”, lamenta.

La unidad médica más próxima está a diez minutos en carro y la estrechez y precarieda­d de los pasillos de la comunidad dificulta el acceso.

“La asistente social que venía aquí murió de covid”, cuenta Julio Silva, de 39 años, quien también perdió su empleo durante la pandemia.

Algunos aprovechan la marea baja para pescar el almuerzo. Giovani Ferreira, de 36 años, recoge varias veces la red vacía pero no desiste. Antes atrapó una tilapia y un mújol. Antes de lanzar la red de nuevo, sonríe y dice: “la marea siempre trae algo”.

Lu - ciléia de Santos es menos optimista: “Aquí estamos a merced de Dios”.

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AFP No parece la entrada a una comunidad, sino a escena de película de terror.
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AFP En un día bueno logran pescar el almuerzo.
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AFP Cada paso hay que medirlo para no caer.
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AFP En la favela o precario hay más de 26.000 personas.
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AFP Ni siquiera un plato de comida al día tienen.
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AFP Juliana vive en dos cuartitos con sus seis hijos.
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AFP Los niños no tienen donde jugar, viven encerrados con o sin pandemia.
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AFP En el precario hay de todo: ratas, cucarachas, dengue, chikunguña, covid.

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