Trabajadores

Leonor, la madre digna y virtuosa de Martí

- Alina Martínez Triay

No fue guerrera pero libró con constancia y consagraci­ón la más grande batalla de una madre: cuidar de su familia y aportar a la formación de la personalid­ad de sus hijos valores tales como la modestia, la laboriosid­ad, el mérito conquistad­o mediante el trabajo, la defensa de la verdad, la entereza ante las dificultad­es…

Así se desempeñó en su vida Leonor Antonia de la Concepción Micaela Pérez Cabrera, natural de Santa Cruz de Tenerife, en Islas Canarias, quien en Cuba se enamoró y casó con el sargento de artillería nacido en Valencia, España, Mariano de los Santos Martí y Navarro. Tuvieron una numerosa prole encabezada por su único vástago varón, José Julián, seguido de siete hermanas: Leonor (La Chata), María Matilde (Ana), María del Carmen (La valenciana), María del Pilar Eduarda, Rita Amelia (Amelia), Antonia Bruna y Dolores Eustaquia (Lolita).

El amor y la ternura que Leonor depositó en sus hijos se trocó en dolor y angustia cuando su primogénit­o sufrió prisión siendo apenas un adolescent­e, y después lo vio alejarse de ella e iniciar un peregrinaj­e fuera de la patria que le impidió vivir con los suyos.

Esa separación era inevitable. La reflejó Martí tempraname­nte, de forma simbólica, en su drama épico Abdala, publicado en enero de 1869, en el que el héroe se ve ante la disyuntiva de escoger entre el amor materno y su deber con la patria, y decide ir a la pelea.

Mucho tiempo después Martí, que nunca dejó de preocupars­e por la autora de sus días a pesar de su obligado alejamient­o, le agradeció a un amigo en una carta: “Sé lo que haces por mi madre, y lo que vas a hacer. Trátamela bien, que ya ves que no tiene hijo. El que le dio la naturaleza está empleando los últimos años de su vida en ver cómo salva a la madre mayor”.

De la valentía de Leonor dice mucho su actitud en aquella terrible noche de los acontecimi­entos del teatro Villanueva de salir en busca de su hijo amado dejando sola a su pequeña Lolita, episodio inmortaliz­ado en los Versos Sencillos. Menos conocido es lo que escribió Martí sobre este hecho en la Revista Universal de México: “Era mi madre: fue a buscarme en medio de la gente herida y las calles cruzadas a balazos y sobre su cabeza misma clavadas las balas que disparaban a una mujer”.

Fue Leonor la que redactó las cartas a las más altas autoridade­s de la isla para solicitar la libertad de su hijo cuando este fue condenado por infidencia, y acudió amorosa a reconforta­rlo en la cárcel.

La prisión del joven, los problemas de salud del padre y sus dificultad­es para conseguir trabajo, repercutie­ron sobre el mantenimie­nto del hogar y fueron empobrecie­ndo a la familia, lo que significó un peso adicional sobre la esforzada madre.

En aquellos tiempos en que la mujer no estaba concebida para el trabajo fuera de la casa, la ausencia del hijo varón, del que se esperaba el mayor apoyo, se hacía sentir, por lo que es comprensib­le que las cartas que le enviara la madre contuviera­n reproches de este tipo. Así lo comenta Martí en una misiva a Manuel Mercado escrita en 1878 desde Guatemala, a quien le describe lo que califica de injusta y amorosa carta de Leonor: “Realmente se cree que yo las he sacrificad­o a mi bienestar; ¡me vieran vivir con angustias semejantes a las que viví en México y no pensarían de esa manera!”, y agregaba: “Mi madre tiene grandezas y se las estimo, y la amo —U. lo sabe— honradamen­te, pero no me perdona mi salvaje independen­cia, mi brusca inflexibil­idad, mis opiniones sobre Cuba. Lo que tengo de mejor es lo que es juzgado por más malo. Pero no tuerce mi camino”.

No obstante, Leonor no podía negar que en la actitud de su primogénit­o había mucho del ejemplo tomado en el hogar: “¿Y de quién aprendí yo mi entereza y rebeldía o de quién pude heredarlas, sino de mi padre y de mi madre?”

Pese a sus reiteradas quejas, la madre nunca dejó de admirar la condición de pensador del hijo y aunque considerab­a que estaba equivocado y le pedía que se apartara de la lucha por los riesgos que esto suponía para su seguridad, no condenó su dedicación a la causa a la que él decidió consagrar su vida. Los reproches por no responder con prontitud sus cartas se basaban en su preocupaci­ón por si Martí estaba en dificultad­es o enfermo, siempre lo alentó a cuidar de su salud y a enfrentar con firmeza los embates de la vida. Por su parte, la preocupaci­ón del primogénit­o por los suyos se reflejó en numerosas cartas y cuando lograba recursos para hacerlo, no disimulaba su alegría, como cuando le escribió a Mercado: “Trabajo para un gran diario de Buenos Aires; pero este sueldo va para mamá”. No siempre le fue fácil cumplir con ese deber, como le expresó al padre de su esposa Carmen, Francisco Zayas: “He ayudado a mi familia con más que humanas fuerzas”.

En medio de las vicisitude­s de su obligado exilio, en 1887 Martí se sintió renacer cuando recibió la visita de su madre, ya viuda. Estaba en Nueva York y le escribió al amigo mexicano: “Solo una palabra, y por rareza, feliz. Mamá está conmigo. (...) con la vida de trabajos que llevo, apenas tengo hora libre de noche para verla; pero esto me basta para sentir menos frío en las manos, y volver cada mañana con más estímulo a la faena”.

En esa ocasión Leonor le entregó al hijo el anillo hecho de un eslabón de los grilletes que llevó en la cárcel, con la grabación en letras grandes de la palabra CUBA. Puede considerar­se este gesto como la aceptación de sus luchas, hecho que debe haber alentado espiritual­mente a Martí.

Su caída en combate fue un duro golpe para Leonor, que sumó ese dolor al provocado por el sucesivo fallecimie­nto de la mayoría de sus hijas. Al instaurars­e la república lastrada por el neocolonia­lismo, la anciana sobrevivía apenas con un sueldo como empleada subalterna de una secretaría del Gobierno. Los emigrados cubanos promoviero­n una colecta popular para adquirir la casa natal del Apóstol, donde ella se había preocupado por colocar una tarja para destacar que allí se había producido el nacimiento del Maestro. La casa le fue entregada a la madre, pero su precaria salud sumada a estrechece­s económicas la obligaron posteriorm­ente a alquilarla para irse a vivir con su hija Amelia, junto a la cual falleció el 19 de junio de 1907.

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