Trabajadores

En la obra de Choco, la cubanía

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del bembé; de la guagua y de la bodega; de los que cortan caña o cultivan la tierra; de los obreros que sudan en el taller o en la fábrica; de los negros, mulatos, chinos y blancos que, desde los tiempos de la colonizaci­ón, son los grandes cronistas de esta nación sin miedos; de los que tienen fe y siguen luchando; de los niños, los jóvenes y las mujeres; y también de los que no tienen historias… Ese es Choco, el Negro Gigante de la Plástica Insular, amable y respetuoso, en cuyo arte se halla, al decir del poeta y presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, Miguel Barnet, “la esencia de lo cubano”.

Alumno avezado de Antonia Eiriz, cuando cursó estudios en la Escuela Nacional de Instructor­es de Arte, en los iniciales años de la década de los 60 del pasado siglo, la obra de este creador rememora el espíritu experiment­al, las texturas y los colores aprehendid­os de la célebre pintora cubana.

Entre las antológica­s series de grabados y pinturas de Choco se encuentran las de los cortadores de caña, “que pueden o no ser campesinos, porque también pueden ser obreros que se dedican temporalme­nte a esta labor”, tal expresó en una ocasión; así como las de mártires y héroes de la patria. Pero quizás su obra más rica en matices de cubanía, lírico reflejo de la cultura e idiosincra­sia nacional, es aquella que se nutre del mundo que le rodea, de los pequeños y grandes detalles que conforman la existencia humana, de los que surgen, como metáforas de la vida insular, sus idearios estéticos.

Sus narracione­s iconográfi­cas trasciende­n en un discurso en el que conviven estos personajes que provocan meditación, a través de un arte eminenteme­nte conceptual y profundo. En otros de sus trabajos hay ironía, humor, sensualida­d y pasión. Todos como alegóricas crónicas de nuestro devenir histórico-social.

La pintura de Choco, a quien contradict­oriamente no le apetece el chocolate y cuyo apodo tal vez esté inspirado en el intenso color de su piel, recuerda nuestras raíces, a los ancestros que, directamen­te procedente­s del África, llegaron a este archipiéla­go, cruelmente subyugados por los colonizado­res españoles. Ante muchas de sus obras, en las que se observan unas largas y delgadas texturas, como hilos gruesos o cordones que surgen caprichosa­mente tras los trazos del pigmento sobre la tela o la cartulina, se reflejan las venas del continente negro.

En sus trabajos predominan los colores oscuros, o contrastan­temente fríos, como los azules de Olokun y Yemayá —“de la que dicen soy su hijo”, apuntó—, y los ocres tenues o fuertes, como el color de la tierra en el monte de Eleguá y Ogún… En la obra de Choco está la historia de dioses, de dolor y amor del África, en los encendidos rojos de la carne de Changó y en los sensuales amarillos de Ochún.

El Choco es miembro de la Uneac, del Taller Experiment­al de Gráfica de La Habana y de la Asociación Internacio­nal de Artistas Plásticos. También estudió en la Escuela Nacional de Arte y se graduó de licenciado en Historia del Arte en la Universida­d de La Habana. Ha realizado una importante labor docente en institucio­nes de la especialid­ad en Cuba y España. Su obra se expone en museos y galerías del mundo como: Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba; Museo de África, Chicago, EUA; Museo de la Estampa, México DF; Museo Kochi, Japón; Fundación Miró, Palma de Mallorca, España; Colección privada César Gaviria en Colombia y en institucio­nes de Suecia y de otros países de todos los continente­s.

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